Luis H. Álvarez, la sencillez que conquistó

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La vida de Luis H. Álvarez nos mostró cómo la sencillez lo domina todo. A lo largo de su lucha por los ideales más nobles, su actuación fue siempre sincera, ganándose respeto y credibilidad. Des-de sus primeros actos como alcalde de Chihuahua hasta sus últimas actuaciones al frente de la institución dedicada al rescate de los indígenas de México, nadie pudo dudar de la convicción que lo animaba a pelear por la prevalencia del valor del ser humano sobre la inequidad y la injusticia.

Todo ello desde el respeto a la dignidad de sus interlocutores sin importar que fueran ideológicamente contrarios o afines.

La claridad de esa arma fue la más eficaz en las muchas batallas que tuvo que dar contra la corrupción que anidaba en los actos de los políticos o de los empresarios. 

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A don Luis no se le vencía con el discurso vano. La retórica no le hacía mella. Más valía hablarle de cómo había que atender las necesidades del pueblo, las más elementales, las de casa, del vestido, del sustento y de protegerlo contra la autoridad prepotente y abusiva. 

En los largos años en que don Luis combatió contra la imposición electoral y la arbitrariedad del funcionario, el elemento más perverso estaba en los dobleces oficiales, que envolvían sus maquinaciones con el manto de la conveniencia pública o las imponían con fuerza bruta.

El ambiente que prevalecía era la inutilidad de oponerse a los dictados del régimen y la ventaja de allanarse a sus decisiones empezando por las electorales. La tarea del PAN era contrarrestar esta visión resignada y presentar al pueblo la versión positiva y optimista de la política como actividad noble y, ante todo, fructífera que no significaba rendición sino erguida exigencia.

Muchos años duró la cruzada de Luis Álvarez contra la obstinada defensa del gobierno y de sus instrumentos de dominación sobre el pueblo. Hacerlo significó marchas extenuantes y un peligroso ayuno en el Parque Lerdo de Chihuahua para que la sociedad entendiera la gravedad de resignarse a la disminución de sus derechos ciudadanos y, a la vez, obligar al poder público a respetarlos. Heberto Castillo, otro prohombre en esta segunda revolución cívica, convenció a don Luis de suspender su mortífero ayuno diciéndole que era más útil a la causa vivo que muerto. 

Al frente del partido Acción Nacional, el papel de don Luis se volcó hacia dentro para modernizar tácticas y, para sorpresa de muchos, aceptar el financiamiento público autorizado por el Congreso para con él extender la lucha por la democracia más allá de las limitadas posibilidades económicas de la membresía panista. Los triunfos electorales que comenzaron a florecer dieron ahínco a la labor de abrir el escenario político a la ciudadanía. Esa nueva etapa animó a muchos a incorporarse a un esfuerzo nacional que ya no parecía inútil. El número de panistas creció, así como el problema de la confiabilidad de la convicción panista en  los nuevos adeptos.

El éxito del PAN tenía sus costos y don Luis entendió el reto. Juicioso y sereno cuidó que el partido no divagara de su mira fundamental de hacer realidad la democracia. Si la meta era inagotable, la experiencia de las comunidades indígenas le enseñó a tener una paciencia infinita y nunca desesperar. 

El México que vivió don Luis fue el de un desarrollo cívico que el PAN reiniciaba. Hacía falta llevar a México más allá de lo que le habían heredado los próceres  anteriores. 

La creación de códigos, padrones, credenciales, contabilidad y tribunales electorales fueron apareciendo, y fueron logros que no tendríamos sin las líneas de acción que, don Luis, enfrentándose con terco sentido práctico a resistencias convencionales, guiaron a su partido y a las nacientes organizaciones cívicas en sus presiones para que esos instrumentos se convirtiesen en ley.

La modestia y la disciplina en el ejercicio del servicio público son necesarias para la credibilidad. Esas virtudes las tuvo don Luis al lanzarse a campañas electorales o a defender los derechos de los indígenas, proponiendo a los comandantes insurrectos un sentido unificador de solidaridad en lugar de revanchismos negativos.

Don Luis inspiró a millones de mexicanos a entregarse con fe a construir, paso a paso, nuestra democracia nacional. La monumental tarea requiere sacrificios personales, incluso el más difícil, el de renunciar a las delicias y comodidades mal habidas que el poder ofrece, y limitando con ello el nivel de vida propio y el de la familia.

Luis H. Álvarez, viviente pilar de referencia, marcó los caminos que hay que seguir. A don Luis habrá que agradecérselo siempre.


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