Tengo presente que en su libro clásico sobre La democracia en México, obra que por cierto ya cumplió medio siglo, su autor, Pablo González Casanova, apunta con mucho sentido común que las elecciones locales estaban adecuadamente dispersas en el tiempo, sujetas a un calendario aparentemente caótico, pero que en el fondo se trataba de un elemento más que apuntalaba el entonces llamado “sistema político mexicano”.
Al efecto González Casanova ofrece la explicación siguiente: A lo largo de cada sexenio presidencial las elecciones para gobernador se llevaban a cabo de manera pautada, dosificada, no todas de golpe y ni siquiera la mitad un año y la otra mitad el siguiente o un par de años después. No, eso no.
Las designaciones de gobernadores, que en los buenos tiempos del priismo era precisamente eso: designación por el presidente de la República en turno y ni remotamente elección por los votantes de sus respectivos estados, se iban dando poco a poco a lo largo de los seis años. De esta manera el presidente saliente tenía el suficiente peso político, por la posición en sus cargos de un determinado número de gobernadores designados por él durante su mandato y que en principio le deberían ser fieles.
Lo anterior, es decir, la elemental lealtad –abierta o encubierta- a quien los designó como gobernadores, operaba como una especie de candado de seguridad para evitar cualquier exceso, o aun la tentación misma de excederse del Ejecutivo en contra de su antecesor. En sentido inverso funcionaba la creciente designación de gobernadores por el Presidente en turno. En la medida en que avanzaba su sexenio, mayor era el número de mandatarios estatales que le debían el favor a él y por ello le eran incondicionales. De esta forma, podía llegar al Ejecutivo con toda la fuerza política al penúltimo año de su periodo, como para designar sin problema alguno a su sucesor, en los términos del viejo sistema político.
Aunque no en la medida en que se quisiera, las cosas han cambiado, o cambiaron parcialmente. Al menos en el periodo comprendido entre 2001 y 2012 no se puede afirmar que durante éste los gobernadores debieron el cargo al presidente de la República. En algunos casos fue peor. Cuando el relevo se dio entre priistas, las designaciones fueron hechas por el antecesor en la gubernatura. Lo cual no sólo brindó protección política y hasta penal al antecesor, como en el caso del relevo entre los hermanos Moreira de Coahuila, sino que permitió a unos y a otros, a los que se fueron y a los que llegaron, los peores excesos, al perderse el mecanismo presidencial equilibrador.
Algo verdaderamente eficaz debe hacerse sobre el punto. No es posible justificar que la designación de gobernadores ha de corresponder a voluntad presidencial con el argumento de que evita males mayores en todos los órdenes: endeudamientos descomunales y fuera de control, complicidad con la delincuencia, impunidad y opacidad, entre otros. Debe ser única y exclusivamente de los electores. Se hace necesario abundar sobre el tema, el cual tiene mucha mayor importancia de la que se cree.
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