La renovación es vida

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Entre todas las semanas del año, para quienes profesamos la de cristiana, la Semana Santa es la más importante de todas ¿Por qué? Porque es en la que se conmemora la pasión, muerte y resurrección del hijo de Dios. Es el centro y corazón de la liturgia de todo el año.

La precede la Cuaresma, el largo viaje de Cristo a su interior, el retiro al silencio de las soledades para prepararse al último tramo de su vida como hombre sobre la faz de la Tierra. Durante esta semana, la Iglesia sigue el camino del rabino de Galilea, rememora su existencia mortal, lo que sintió como humano, su desolación, el abandono, la traición, el cúmulo de mezquindades que recibió y PERDONÓ. Como apunta San Juan (Jn 13.1) en su Evangelio: “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin”.

No es fácil en estos tiempos vivir en silencio y con recogimiento el significado de la pasión y muerte del Redentor, y con esto no quiero decir que antes si lo fuera, lo que sucede es que ahora es más complicado, porque los humanos nos hemos ido volviendo más fríos y distantes de nuestras de devociones. Antes esto se aprendía en el seno de la familia, hoy ese núcleo sustantivo se ha ido agotando.

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¿Quién se ocupa, en estos días, de preparar, por ejemplo, su alma, para librar la de “juicios temerarios, o comprime su corazón, para que no se deje arrastrar por apetitos desordenados?” Como nos cuestionaba mi tía Tinita en el catecismo sabatino, o “¿Quién pone frenó en su lengua para no dañar al prójimo con sentencias – palabrotas – de la vida? Recuerdo a mi parienta, como si la estuviera oyendo ahora mismo – leyéndonos estas preguntas de un librito que cuidaba como su mayor tesoro a la veintena de chiquillos que la escuchábamos sacudidos por el temor y el asombro.

“Estos son tiempos de oración, de piedad y penitencia”, arengaba emocionada. Y vaya que se empeñaba en que así fuera, y en casa nuestras madres coadyuvaban, también. A mis siete u ocho años, no entendía gran cosa de lo que nos decía mi tía Tinita, tampoco comprendía del todo porque en los días santos no había radio encendida, ni música, ni canciones, ni novelas de Caridad Bravo Adams, en mi casa. Mi madre cubría las imágenes del Sagrado Corazón de Jesús y de la Virgen de Guadalupe con lienzos morados. La comida de la semana la hacía con antelación, me conminaba a no hacer tiradero porque la actividad doméstica quedaba reducida a cero, incluso la ropa – y esas eran palabras mayores – se amontonaba en las cubetas, porque doña Rosario no lavaba sino hasta después de la Semana Santa.

“Esther – repetía mi madre y me miraba a los ojos emocionada – tenemos que orar y arrepentirnos de nuestros pecados, Dios murió por nosotros en una cruz para abrirnos las puertas del cielo, la mejor manera de agradecerle es portarnos bien”.

Todo esto, no me cabe duda, me lo sembró en mi corazón de niña, y se lo agradezco en el alma, porque me enseñó a amar y a creer en Dios con sencillez y con ejemplo, y se lo puedo jurar, estimado y paciente lector, que nunca he sentido vacío interior, que como todo el mundo he tenido dolores y pérdidas en la vida, pero que las lecciones de fe absoluta en Dios, que me enseñó mi madre, han sido mi fortaleza.

La Semana Santa nos abre a quienes profesamos la fe cristiana un espacio para darnos tregua de lo cotidiano, para reconciliar nuestros sentimientos con nuestros pensamientos y con nuestro actuar. La muerte de Cristo, quizá debiera significar también la de cuanto nos impide ser felices y estar en paz con nosotros mismos y con los demás, y su resurrección la de nuestra esperanza.

Hoy es sábado de gloria, conmemoremos con alegría el día previo a la ascensión de Cristo a los cielos para reunirse con su Padre, después de haber vivido y fallecido como hombre. Tomemos ejemplo de su magnanimidad y su grandeza dándonos la oportunidad de ser generosos, comprensivos y pacientes con quienes nos rodean. Si Él nos hizo a su imagen y semejanza, pues es momento de perdón, porque vaya que Él PERDONÓ. Y además ¿para qué sirven los rencores?


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