La oposición y la ingenuidad

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Por: Juan José Rodríguez Prats

En una habitación cerrada en la que un grupo

                de personas instauran la conspiración del silencio,

                una palabra verdadera suena como un disparo de pistola

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                Czeslaw Milosz

Hacer política es un ejercicio de reciprocidad. Hacerla desde la oposición implica, además, cierta ingenuidad. Significa resistirse a los embates del poder, ser rebelde para asumir riesgos y ser consecuente con ciertos ideales acuñados en los muchos movimientos en el devenir histórico.

Se les denomina disidentes y han tenido casi siempre malas relaciones públicas. Se les ataca señalándolos como “aguafiestas” profesionales y, en muchos casos, se les contempla con cierta compasión al percibirlos como soñadores e ilusos que se aferran a esperanzas fallidas.

En México se creó una condena al opositor. Bastaría revisar algunas etapas de nuestra lenta evolución para confirmarlo. Me remito a dos momentos relevantes. La formación en la clandestinidad del Partido Comunista hacia 1919 y la fundación del PAN 20 años después. Son famosos los calificativos a aquellos pioneros de nuestra democracia como deschavetados y eternos inconformes. Desde luego que, a la par de esa arraigada creencia, se asumió que la única forma de acceder al poder era militar en el partido oficial con todas sus secuelas.

He militado en dos partidos en mis más de 50 años de vida política, PRI y PAN. Ambos me postulan conjuntamente con el PRD a una diputación federal. Las instituciones en las que he desempeñado diversas responsabilidades públicas tienen una cualidad en común: han sido y son oposiciones leales como suele denominárseles. Esto es, se desempeñan conforme a las reglas del sistema y, con sus altibajos, son congruentes con el principio del cambio gradual. Consideran además que el primer deber es conservar la institución que se entrega para su custodia. Su obligación es que sea funcional, eficaz, actuando con apego a las leyes. A eso se le llama estabilidad política, gobernabilidad, Estado de derecho, inspirados en un deber fundamental: la preeminencia del interés nacional.

En contraste a esta concepción doctrinaria, existe lo que se ha denominado “oposición antisistema”, la que busca subvertir el orden público, que proclama como única forma de cambiar las confrontaciones, llámense lucha de clases, fuerzas del progreso y del retroceso, enemigos de los pueblos y salvadores mesiánicos. Digamos que su lema es muy simple: “Entre peor, mejor”.

A lo anterior se agrega un amplio sector que se muestra indiferente o se percibe como superdotado o anodino, que es pasivo o crítico de los que nos involucramos en la contienda electoral.

Confieso que me siento un tanto hastiado de las muchas recomendaciones que me hacen los espectadores de la vida política nacional. Señalan que “la oposición carece de propuestas”, como si clamar por el respeto a la Constitución no lo fuera. Dicen que “el discurso es reiterativo”, como si a estas alturas tuviéramos que inventar. Expresan que “la narrativa no convence”, como si hoy fuera fácil reconstruir una comunicación pervertida y preñada de desconfianza.

Hay una tarea urgente: reconciliar ciudadanía y política, partidos y sociedad, actitud inconforme y participación efectiva. Es la hora de los encuentros. Nunca las palabras de Carlos Fuentes han sido tan actuales: “Dejemos de ser todos, nadie; seamos todos, alguien. Construyamos, todos juntos, una nueva convivencia mexicana más justa y más libre”.

He formado parte de cinco legislaturas. En todas ellas he conocido a enjundiosos representantes populares que traen debajo del brazo iniciativas de ley que son verdaderas ocurrencias, casi todas reformas constitucionales que pretenden llevar a México al paraíso terrenal. Me temo que la próxima legislatura tendrá una tarea igual de complicada, aunque más trascendente. Parafraseando al gran literato Albert Camus, diría que no está predestinada para rehacer el mundo, sino para evitar que se ponga peor. Así de claro.


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