La improcedencia del Tribunal Electoral

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En el pasado periodo de sesiones del Congreso, la bancada del PRI en el Senado se negó a aprobar el nombramiento del séptimo magistrado de la Sala Superior del Tribunal Electoral. Los priistas recurrieron a una estratagema parlamentaria: impidieron que el asunto se discutiera y votara en el pleno, con el propósito de evitar que se activara el mecanismo legal previsto para desbloquear la ausencia de consenso, esto es, el envío de nueva terna y su votación en un plazo perentorio. Literalmente se “sentaron” sobre el dictamen para no tener que justificar públicamente su resistencia a decidir.

Los senadores del PAN promovimos un juicio en contra de la omisión de cubrir la vacante. Recurrimos a la Sala Superior del Tribunal Electoral en nuestra condición de minoría parlamentaria y bajo el interés que deriva de la representatividad que los legisladores ostentan. No inventamos nada nuevo: tomamos diversos precedentes de la propia Sala Superior (poco más de setenta casos relacionados) en los que se reconoce el interés legítimo de los legisladores para que, a través de acciones jurisdiccionales, se tutele la observancia de la Constitución en relación con funciones torales del Estado y, en lo particular, para la debida integración de los órganos electorales, estatales pero también federales.

Dos casos previos sobre el Consejo General del actual INE no generaban duda alguna: para este tribunal, un legislador puede combatir el veto parlamentario que se materializa en ausencia de decisión. El segundo, por cierto, del año de 2013, promovido por la bancada del PRI, tenía antecedentes, de hecho, prácticamente iguales: en aquella ocasión, se impugnó la omisión de la Junta de Coordinación Política de remitir al pleno de los Diputados la propuesta de consejeros electorales para efectos de su discusión y votación. Con cierta ingenuidad, pensamos que la Sala Superior se tomaría en serio su deber de consistencia frente a sus propios precedentes y que en caso de hallar razones para variar de criterio, desarrollaría una motivación reforzada sobre las especificidades que el caso impone y que conducen a una posición diversa. En pocas palabras, que actuaría como un auténtico tribunal de constitucionalidad que entiende que la estabilidad en sus decisiones es la única manera de generar seguridad y certeza jurídica, en razón de que sobre sus resoluciones no hay nada ni nadie.

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Nada de precedentes, nada de razones fuertes para variar de criterio o introducir una doctrina diferente sobre la justiciabilidad de la omisión en la integración de órganos administrativos o jurisdiccionales electorales. Los magistrados que conformaron la mayoría se inventaron una curiosa causal de improcedencia: el conflicto de interés. En efecto, desestimaron la acción con el argumento de que estarían actuando como “jueces y parte”. ¿De dónde salió esa causal, en qué ley está prevista o en qué consiste? Ni idea. Tampoco los magistrados de la mayoría pudieron aclararlo, más allá de la absurda cantaleta de que la materia de la omisión impugnada era la integración de su propia sala. Extrañamente ninguno de los cuatro magistrados reparó en el hecho de que las causas de improcedencia deben ser de aplicación e interpretación estricta, pues afectan el derecho de acceso a la justicia y, por tanto, no se pueden andar inventando a contentillo. En segundo lugar, aún cuando hubiera libertad de configurar aduanas de procedencia, en el caso en concreto no hay tal conflicto de interés, pues la promoción de la acción vino de un tercero con interés legítimo para obtener una respuesta jurisdiccional sobre una situación jurídica concreta. En la peculiar interpretación de los magistrados, el conflicto de interés ya no es esa condición personal del juzgador que pone en riesgo su imparcialidad y que, consecuentemente, compromete la objetividad de su criterio frente a una disputa específica, sino una suerte de impedimento orgánico y abstracto para conocer de ciertas materias. Los ministros deberían tomar nota de que, para nuestros magistrados electorales, la Corte por ejemplo no podría, so riesgo de parecer juez y parte, conocer de acciones de inconstitucionalidad sobre la Ley Orgánica del Poder Judicial de la Federación: como se trata de la ley que los regula, están inevitablemente “interesados” en su contenido y alcances y, en tal virtud, afectados de parcialidad.

El desprecio caprichoso y convenenciero al precedente, la invención de una casual de improcedencia o la desnaturalización del derecho de acceso a la justicia son cuestiones menores frente al entendimiento de la Constitución que dejaron entrever los cuatro magistrados en este caso. “No importa si somos 6”, “no pasa nada”, “nos llevamos y trabajamos muy bien”, “somos felices en la suboptimización constitucional”. Ni hablar: una pena que la Constitución diga que deben ser 7 y sólo 7, pero doble pena que no tengamos un Tribunal competente para defenderla.


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