La historia no es ancla: es hélice

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Defino filoneísmo, una palabra que espera su admisión al diccionario (curiosamente, la RAE sí consigna el antónimo, misoneísmo, que es la aversión a lo nuevo), como búsqueda de originalidad, de innovación. Es lo que intentaré invocar en este espacio semanal, gracias a MILENIO. Paradójicamente, regresaré “futureando” a mis orígenes, pues en 1977, a los 19 años, publiqué mi primer artículo en el ancestro de este periódico,
El Diario de Monterrey.

La cultura no es estática. Como un río, fluye y se renueva, arrastra y entrevera. Lo que hoy llamamos mexicanidad no proviene solo de los pueblos originarios de Mesoamérica, sino también de nuestros mestizajes. El mayor de ellos fue una mezcla asimétrica, inicua, en la que lo español no pudo sofocar a unas civilizaciones indígenas ya refugiadas en la clandestinidad. Por eso el semblante de México es ostensiblemente occidental y subrepticiamente extraoccidental: castellano salpicado de aztequismos, barroco que esconde grecas furtivas, tiempo lineal que atisba cabriolas cíclicas. Y sí, en este ámbito cultural podría ser sano equilibrar, pero sería insano amputar.

Una cosa es revalorar el pasado y otra retrotraerlo en detrimento del futuro. La herencia incide, no determina. No se puede vivir como si el mundo se hubiese detenido y la ciencia y la tecnología no existieran (la ciencia universal, de la que hemos tomado tanto y a la que deberíamos aportar más). Es un error concebir la correlación entre raza y clase que describió Molina Enríquez como una lucha en la que tomar partido por los débiles implica rehacer ayeres irrepetibles en vez de forjar mañanas inéditos. No debemos, por ejemplo, apostar al petróleo y al carbón, y menos regresar al arado o al pico y pala; debemos crear una Statoil mexicana para energías limpias y lanzar una cruzada por la imaginación y la creatividad a fin de que la inteligencia artificial sirva para redistribuir el ingreso y construir una sociedad justa.

En buena tesis, la historia no es ancla: es hélice. Transformar no es restaurar. Los mexicanos no digeriremos nuestro bolo histórico en tanto lo hagamos maniqueamente tieso. Celebro que el combate a la corrupción y a la injusticia sea la prioridad del presidente López Obrador, pero lamento que lo mueva la nostalgia y no la invención. ¿Qué sentido tiene el dislate diplomático de exigir a España que se disculpe por crímenes cometidos hace 500 años? Como acto de justicia es insignificante, como intento de reconciliación es contraproducente. ¿Qué se gana con idealizar la precariedad? Yo, al menos, quiero que cada vez haya menos pobres y más clasemedieros, y lograrlo presupone aspirar a una mejor vida material (y, para quienes la deseamos, también espiritual). Eso, el equilibrio ascensional, ha de ser la única añoranza de una nueva socialdemocracia en la era de la ira, la de la resaca post neoliberal.

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México necesita futurismo del bueno. No el que juguetea en aras de la continuidad de un proyecto político, sino el que innova para rebasar a la desigualdad social. A juicio mío, AMLO acierta en el diagnóstico pero yerra en la prescripción. El desafío no es remendar, es enmendar. El imperativo no es recrear: es crear.

 

 


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