La Decisión de AMLO y el Falso Dilema de la Izquierda

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Andrés Manuel López Obrador tomo una decisión que se anticipaba desde mucho antes del proceso electoral: convertir a MORENA en partido político. Después de representar a las izquierdas como candidato presidencial, optó por trabajar únicamente a favor de una de ellas, la propia. Por supuesto que tiene todo el derecho de hacerlo, aunque vaya en sentido contrario al proceso de unidad que se inició con la conformación del PSUM y que tuvo un punto memorable con la creación del PRD, al calor de la irrupción cardenista. Sin embargo, este tránsito reductor del conjunto a la facción por parte de AMLO no sólo significa un reto para el obradorismo que tendrá que cumplir con los requisitos legales para ser parte del sistema de partidos sino también para las demás izquierdas mexicanas que, a pesar de la correcta convicción colectiva de no confrontarse, si tienen éxito tendrán que competir entre sí, de manera ineludible, en el año 2015.

Con el anuncio del domingo 9 de septiembre en el Zócalo queda claro que la llamada “lucha contra la imposición” será anecdótica, simbólica e inocua. A diferencia del 2006, AMLO no buscará impedir la toma de posesión del presidente electo, ni se planteará, en caso de no conseguirlo, que el mandato tenga un fin prematuro. La apuesta suya tras el controvertido fallo del TEPJF y la lamentable complacencia de los magistrados respecto a un proceso electoral de baja calidad democrática -parecía que hablaban de una elección realizada en otro país-, es dar la batalla en el marco legal y dentro de las instituciones, algo que hay que reconocerle y celebrar, aunque pienso que la respuesta de un estadista habría sido, como lo hizo Cuauhtémoc Cárdenas en 1988, llamar a la disolución de los partidos existentes para conformar uno solo y contribuir así de manera decisiva a la unidad de las izquierdas.

Andrés Manuel tuvo sus razones para separarse del PRD –supongo que la de tener hegemonía plena e indiscutible-, lo cual, a pesar de los inconvenientes de la división, significa también una oportunidad para ambas partes. MORENA y el PRD están ahora obligados a distinguirse frente a los ciudadanos. Durante el sexenio que está por terminar y en múltiples ocasiones, se enviaron a la sociedad mensajes equívocos por la coexistencia de dos líneas políticas excluyentes que, además, se obstaculizaron mutuamente, desdibujando sus perfiles y objetivos. Ahora las amarras se aflojaron y pueden desplegarse con mayor libertad. AMLO para buscar consolidar y relanzar su liderazgo social rumbo a una eventual tercer candidatura presidencial; y el PRD para dar la imagen de una izquierda moderna, incluyente, reformadora, socialdemócrata, comprometida con el Estado de Derecho y atractiva también para clases medias y empresarios que quieren reglas claras, fin de la corrupción y un país con libertades, democracia y equidad social que garantice estabilidad y favorezca la gobernanza.

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Ya que la unidad fue, por el momento, descartada, lo correcto es que las diversas izquierdas se esfuercen por tener un trato cordial, busquen coincidencias y eviten confrontarse. La decisión de AMLO puede exacerbar el sectarismo, sobre todo en los sectores más duros de sus seguidores, mismos que no dejan de causarle desprestigio a su movimiento. El tabasqueño se ha rehusado hasta el momento a ponerle un alto a los provocadores que se escudan en su causa, pero si no lo hace rápido será difícil que mantenga la imagen de moderación que tanto trabajo le costó recuperar durante la campaña presidencial. Muchos de ellos seguramente se sentirán decepcionados con la ligera y resignada “desobediencia civil contra la imposición” y no parece buena idea que siga cargando con ese lastre. Si no corta por lo sano con sus altivos y estridentes ultras, mejor para el PRD. La tolerancia, inclusión y apertura serían elementos distintivos a favor del partido del sol azteca.

Aunque su firma estampada en el “Acuerdo de Civilidad” lo obligaba a aceptar los resultados electorales, AMLO decidió “desconocer” el fallo del TEPJF y a Enrique Peña Nieto como Presidente –comparto la molestia, no la respuesta. Se trata de una posición moral, más que política, de la cual me atrevo a discrepar, pues considero que trae consigo actitudes perniciosas, mismas que ya se padecieron respecto a Felipe Calderón. Me explico.

El “desconocimiento” de un gobierno se da entre Estados. Si un gobierno “desconoce” a otro suspende las relaciones diplomáticas o las reduce a cuestiones comerciales y, en todo caso, las instancias internacionales buscan remediar el conflicto. Pero dentro del país, ¿qué significa “no reconocer” al gobierno? Parece la actitud del avestruz que esconde la cabeza debajo de la tierra como si eso lo pusiera a salvo. Peña Nieto estará al frente del Poder Ejecutivo, aunque haya sido gracias a una elección comprada, y ejercerá a plenitud sus facultades. No necesita que ninguna persona o grupo lo “reconozca” para hacerlo. El poder no se niega, sino que se define uno frente a él.

La izquierda, sus diferentes partidos y organizaciones, debe ser opositor firme a EPN, pero el hecho de serlo y asumirse como tal implica la aceptación de una realidad indiscutible, fáctica, verificable: que ejerce el poder. Claro, se le puede escamotear la legitimidad con la que llego a tenerlo, pero eso no cambia el hecho. Lo otro no es “desconocer” al poder sino combatirlo para arrebatárselo y eso se llama revolución, si se hace desde la sociedad, o golpe de Estado si es desde las instituciones. Pero nada más alejado a lo definido por AMLO de entrar con su propio partido al sistema cuyo presidente será, a partir del 1° de diciembre, Peña Nieto.

Es imposible que un partido y sus dirigentes, no digamos ya sus gobernantes, se abstenga de tratar con el gobierno en turno. Si de por sí resulta absurdo pedirle el pasaporte o pagarle impuestos al gobierno que se “desconoce”, pues más aun gestionar programas, presupuesto, gestiones, denuncias. El “no reconocimiento” es una postura moral que se presta a la simulación y que puede abrir las puertas a la intolerancia y el estigma como ocurrió después del 2006. En aquellos tiempos, algunos se reunirán en privado con la representación del gobierno mientras linchaban moralmente a quienes lo hacían en público. Es mejor que la relación inevitable se dé a la vista de todos y sin actitudes vergonzantes.

Por ello, el “reconocer” o “no reconocer” al gobierno es un falso dilema de la izquierda; la misma piedra con la que se tropezó en 2006 y que ahora debiera mejor brincar.
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