¿Humanismo vs. liberalismo? II

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A través de una sugerente carta y con la inteligencia que lo caracteriza, Carlos Castillo López replicó mi planteamiento sobre la tensión entre la tradición humanista y la liberal. Sus dos premisas centrales son: por una parte, que tal tensión no se resuelve con la visión secularizada del humanismo, es decir, de la mera idea del hombre y de sus actos despojada de cualquier fundamento divino o religioso y, por otra, que el liberalismo entraña en sí mismo una fuerte tentación hacia el individualismo y, en consecuencia, al relativismo moral. A partir de estas premisas, Castillo arriba a un conjunto de conclusiones desde las cuales propone entender el “corpus filosófico y político” del humanismo como una tercera vía entre el liberalismo e, intuyo, las tradiciones antiliberales: a) el individualismo, tan tentador para liberalismo, impide el desarrollo pleno de la dignidad humana, pues aísla a la persona de sus semejantes y, por tanto, cercena la capacidad de cada uno de alcanzar efectivamente sus fines vitales; b) el humanismo tiende a resultados más justos, pues asigna al Estado funciones correctoras y promotoras que el liberalismo tiende a rechazar o, en el mejor de los casos, a reducir sensiblemente; y c) el humanismo es un sistema ético más completo y comprehensivo, pues defiende a la libertad pero le asigna “una trascendencia que no se realiza sino plenamente en sociedad”.

La tensión entre humanismo y liberalismo se agudiza o se resuelve en función de lo que se entienda por ambas tradiciones y de los grados de elasticidad que se asuman sobre sus concreciones pragmáticas, en el entendido de que no son histórica ni analíticamente unívocas. Mi tesis es que ciertos entendimientos del humanismo y del liberalismo no son incompatibles y que, en buena medida, ambos sistemas de pensamiento se reconcilian cuando se toma en serio el principio de autonomía de la persona. Tiendo a pensar que Carlos Castillo no está lejos de esta premisa. En buena medida, su argumento sobre la existencia de la tensión y sobre las dificultades para superarla, parte de una preconcepción del liberalismo, ciertamente la más lejana a la visión humanista en la que se sitúa. El relativismo moral que le preocupa a Castillo López en su objeción al individualismo, no es un presupuesto del liberalismo, sino una consecuencia de una versión ideológica y política del liberalismo: el liberalismo libertario, esto es, la idea de que es injusta toda limitación de la libertad personal. El liberalismo libertario de Hayek o Nozic, por ejemplo, rechazará cualquier posibilidad de una ética fuera de las convicciones y decisiones individuales y, en efecto, no encontrará razón fuerte para asignar al Estado función alguna de intervención en la esfera individual. Si se parte de este entendimiento del liberalismo, es evidente la irresoluble tensión con el humanismo.

Sin embargo, desde Kant, y destacadamente después de Rawls, el liberalismo asume que es posible construir una moral objetiva e intersubjetiva, a partir del ejercicio de la razón y la práctica de la deliberación. Esta determinación del liberalismo no niega ni se resiste a la posible influencia de la moral religiosa en las conductas humanas. Por el contrario, les otorga valor en cuanto ejercicio y expresión de la autonomía individual. La diferencia de este liberalismo con respecto a ciertas visiones del humanismo de raíz religiosa, es que no requiere de dios o la divinidad para fundamentar la existencia de principios y valores que ordenen las relaciones humanas, sino que apela a la idea de que los individuos son agentes morales capaces de construirlos racionalmente y comportarse conforme a ellos. El humanismo secular, como el propio Castillo acepta, no arrugaría la nariz frente a este liberalismo.

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Por otra parte, esta visión del liberalismo, a diferencia de los libertarismos, deriva del principio de autonomía un conjunto de deberes cooperativos, intervenciones justificadas y autocontenciones individuales, a partir de razones intersubjetivas y no sólo autorreferentes, esto es, de razones comunes y no únicamente las que la propia persona se da a sí misma. Así las cosas, acepta la necesidad —y justificación— de ciertos principios correctores y complementarios a la autonomía y dignidad personales, específicamente el principio de igualdad. El liberalismo igualitario asignará al Estado y a la sociedad responsabilidades para reconocer y compensar las desigualdades de hecho entre las personas, mediante oportunidades en el punto de partida y en el acceso a los resultados, lo que implica, necesariamente, limitaciones a la libertad individual.

Por último, no hay razones para suponer que el liberalismo, o ciertas visiones de éste, niegan a la sociedad. No advierto ahí ventaja axiológica del humanismo. Para el liberalismo igualitario la sociedad no es una asociación de partes independientes, pero tampoco una comunidad con un proyecto de vida diferente al de las personas. El peligro de lo primero, como señala Castillo López, es el individualismo que atrofia las capacidades morales de las personas. Pero el peligro de lo segundo, como advierten los liberales, es la imposición de ideales de excelencia y de virtud a las personas por parte de otras, o bien, por el Estado. Rawls entiende a la sociedad como un “sistema justo de cooperación”, es decir, como un conjunto de principios, valores e instituciones que garantizan que cada uno escoja su plan de vida y que posibilitan, con la concurrencia de otros, que lo lleve efectivamente a cabo. Una intuición plenamente compartida con el humanismo.

El problema de insistir en el divorcio del humanismo con el liberalismo es que podría conducir a derrotas de la libertad en nombre de la trascendencia espiritual o social del individuo. De ahí que valga la pena acercarlos. No se requieren atajos para conciliarlos, ni argumentaciones forzadas para encontrar sus fundamentos comunes. Basta con tomar en serio la autonomía personal. Premisa indisputable en la tradición humanista y, también, en la liberal.


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