¿Cuál crisis?

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La estrategia era el lugar común desde el que se abordaba la discusión sobre la seguridad. Desde este lugar común, la estrategia implementada por la administración anterior había desatado la violencia y, en consecuencia, un cambio de orientación que sustituyera la contención por la “inteligencia” y la intervención federal por la “coordinación entre órdenes de gobierno”, devolvería la paz y la tranquilidad a los mexicanos. El problema y sus soluciones se reducían a una distinta elección de las políticas, acciones y tácticas para oponer a los criminales la autoridad del Estado. La eficacia como efecto del cambio de estrategas y de estrategias.

El debate sobre la estrategia, por fortuna, ha cedido terreno al consenso sobre la necesidad de fortalecer las capacidades institucionales del Estado mexicano. Poco a poco nos hemos desprendido de la ingenua convicción de que basta con cambiar los cómos. El gobierno tuvo que reconocer, tácitamente, que no hay alternativa distinta, asequible y de corto plazo a la contención y recuperación territorial, y a la inversión en capacidades policiales, de prevención y procuración de justicia.

Tuvo que dar continuidad a la única estrategia posible dadas las crónicas debilidades del Estado: movilizar el estado de fuerza existente, suplir a la autoridad local, insistir en los deberes concurrentes. La realidad hizo evidente que no hemos completado la construcción del Estado, esto es, que carecemos de instituciones sólidas y confiables para aumentar los riesgos y costos a delinquir. Y es que el problema del país no radica en la selección y en la forma de utilización de un conjunto de medios disponibles, sino justamente en la inexistencia de medios eficaces para enfrentar los fenómenos criminales. Nuestro problema es, pues, de capacidades instaladas, sin las cuales cualquier estrategia está condenada a fallar.

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El debate sobre la institucionalidad pertinente en seguridad conduce invariablemente a la definición de las responsabilidades que corresponden a cada orden de gobierno, a los grados óptimos de centralización o descentralización de las facultades y funciones y, en especial, a los fenómenos que cada uno está llamado a atender en función de sus características institucionales y políticas. Es aquí donde persisten las confusiones de diagnósticos y los problemas de aproximación para la confección de políticas públicas eficaces y duraderas. En otros términos: para resolver qué pueden y deben hacer la Federación, los estados y los municipios es necesario, primero, diseccionar la anatomía de la criminalidad, esto es, identificar el tipo de tumor que se pretende extirpar y la patología del cáncer a tratar. Esto supone asumir, como punto de partida, que los problemas de seguridad son de diverso tipo, obedecen a distintas causas según las condiciones sociales prevalecientes en un determinado entorno, que existe una evidente disparidad regional en las capacidades institucionales y en los modelos de gestión y un conjunto de restricciones culturales (por ejemplo, los hechos comunales o indígenas), geográficas, sociodemográficas y materiales que hacen imposibles soluciones únicas o de tabula rasa.

Así pues, para abordar la reforma en materia de seguridad y justicia en cuanto a la distribución de competencias debemos ponerle nombre a la crisis que vivimos. ¿En presencia de qué tipo de fenómenos de criminalidad estamos? No parece que el país enfrente una situación de delincuencia por razones económicas, es decir, como resultado de la ausencia de satisfactores básicos y la exclusión de un sector importante de la sociedad en el acceso a éstos. Si bien es cierto que la incidencia de robo en casa habitación o en el trasporte público, por ejemplo, ha tenido variaciones relevantes sobre todo en núcleos urbanos, no parece ser la causa eficiente de la alarma social. ¿Estamos, por el contrario, frente a un problema de violencia urbana causada por procesos caóticos de urbanización que generan segregación social, frustración, competencia salvaje por recursos, en razón de la incapacidad pública para proveer servicios y para ejercer el control sobre las conductas infractoras? No es la violencia urbana el común denominador de nuestra realidad. No todos los entornos urbanos muestran síntomas dramáticos de violencia y ésta no se encuentra ligada siempre y en todos los casos a la convivencia urbana. Lo que sí está generando alarma social y la percepción de inseguridad en nuestro país, es la mutación del crimen organizado y su visible incursión en los delitos de extracción de rentas. Los mal llamados delitos de alto impacto: extorsión, secuestros y homicidios a manos de potentes organizaciones, bien armadas y financiadas, que gozan de cobertura institucional, capacidad de inteligencia y control territorial, que disputan al Estado el monopolio de la coacción.

Si esto es cierto, el problema central a resolver es la nueva fenomenología del crimen organizado. Entonces, la receta debe ser la inversa: en lugar de reubicar las responsabilidades entre los municipios y las entidades federativas, debemos discutir bajo qué mecanismos opondremos la mayor de las fuerzas, la federal, al crimen organizado y cuáles son los instrumentos idóneos para prevenir y combatir ese flagelo. Discutir, en suma, el papel de la Federación en una realidad que supera, por mucho, las capacidades existentes y potenciales de los órdenes locales.


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