El voto del descontento

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La democracia pasa por malos momentos. Pareciera que tocamos el fin del consenso liberal que derrotó con éxito las alternativas totalitarias o autoritarias. La democracia representativa pierde defensores: si en algún momento fue asimilada como ese útil artificio para pacificar la pluralidad y reducir la complejidad en la toma de decisiones, en el siglo XXI es percibida como la causa esencial de la corrupción y del envilecimiento de la cosa pública.

El paradigma del consentimiento sobre quién ejerce el poder, parece ya insuficiente para sostener la legitimidad del régimen democrático. No basta con votar al gobernante, sino que se reclaman otros y más profundos canales de participación y de incidencia políticas. ¿Cuáles? Aún no se sabe. ¿Con qué implicaciones? Tampoco. Mientras tanto, en sociedades irritadas por la creciente brecha entre las necesidades colectivas y la capacidad de respuesta del sistema democrático, ganan terreno los movimientos populistas: desde la vieja retórica que personifica en un caudillo la voluntad popular, hasta las nuevas narrativas que representan la realidad como una lucha entre los ciudadanos y las castas políticas, entre los excluidos y los plutócratas, entre la democracia de las auténticas mayorías y esa oligarquía que ha engendrado la ficción de la representación.

El desencanto democrático es un malestar, no una crítica. No se origina en el juicio sobre los fundamentos, utilidad y funcionamiento de la mecánica representativa y de los resortes que la definen, sino en la subjetividad de la indignación, en el encandilamiento de la generalización. Como sentimiento, elige a un culpable. Personifica en los partidos políticos y, en consecuencia, en las formas de ejercicio del poder asociadas a su existencia, la perversión del ideal democrático. Esas burocracias del interés impiden el efectivo gobierno de los ciudadanos: se apropian de lo público, niegan la participación de las buenas conciencias, usan el poder para su exclusivo beneficio. No son cauces de competencia política, plataformas de injerencia o vehículos para identificar problemas y articular soluciones, sino monopolios del privilegio. Todos, por igual, sin matices. Son irrelevantes las instituciones, los programas, las personas o la estructura de incentivos que enfrentan. Los clubes de los ambiciosos boicotean de manera sistémica la vida social: transigen en y desde sus propios intereses, intercambian impunidad, se ponen de acuerdo para frustrar el arribo del bien común. Azules, rojos, amarillos, verdes o turquesas: todos son irremediablemente iguales.

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En ese malestar ondea la bandera del voto nulo. Votar por cualquiera supone conservar las cosas en el estado en el que están; identificar al mejor es una pérdida de tiempo; cruzar el emblema del menos malo supone avalar la podredumbre. El castigo ejemplar, por el contrario, catalizará de algún modo la corrección del sistema. Repudiados por los ciudadanos, los partidos políticos se verán por fin en el espejo, cambiarán sus dinámicas internas, reformarán las reglas para ensanchar los cauces ciudadanos.

No objeto la decisión individual de anular el voto. Es una elección tan respetable como cualquiera. Sin embargo, el “anulismo” como estrategia política para cimbrar a la democracia, me parece una quimera. Es una expresión de protesta de la que no deriva mandato alguno.  Las reformas que permitieron la transición democrática fueron producto de una exigencia explícita –y paulatinamente votada- de cambio. Surgieron de la pluralidad institucionalizada, no del testimonio efímero. La reducción del protagonismo de los partidos, materializada en las reformas de 2011 y 2013, debe más a la eficacia decisoria del voto en un contexto de alta pluralidad, que al episodio del voto blanco de 2009. Los partidos compiten en un mercado electoral cada vez más complejo y sofisticado y, por tanto, modifican sus estrategias para maximizar su presencia en el sistema. Entre ellas, su distancia o cercanía con las preferencias y causas sociales. 

El castigo que sirve de acicate a los comportamientos es el que se traduce en pérdida de poder. En menos diputados, alcaldes o gobernadores. En la expulsión de la responsabilidad. Podrán anularse el 99.9% de los votos, pero bastará uno para definir un ganador y para que éste decida por todos. La exigencia explícita, la agregación de voluntades en torno a agendas, el intercambio de compromisos puede ser más eficaz que dejar al voto sin efectos. Es la interacción, no el instrumento por sí, lo que ajusta los incentivos o introduce los costos. Es el voto que define los términos de la relación entre gobernantes y gobernados. El voto que revela con claridad las razones del descontento y que fija el piso de la acción colectiva.


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