Las advertencias de científicos, líderes mundiales y ecologistas sobre las catástrofes habidas, y las por venir, a causa de las agresiones del hombre a la naturaleza, no impiden que sigamos ensuciando y degradando la casa de todos que llamamos Tierra.
A la explotación irracional de lo que Dios nos brinda a través de la naturaleza se suma la grosera incultura de millones de seres humanos que consideran al mundo un gran basurero.
Pero me referiré hoy a las consecuencias del “otro calentamiento global”; natural, placentero, necesario e inevitable: el producido por el amor, la pasión y las hormonas del género humano. Calentamiento sin el cual después de Adán y Eva habría desaparecido nuestra especie.
En efecto, algo tan íntimo, vital y benéfico, que nos permite ser y trascender, no se ha vivido con la debida responsabilidad, y es insuficiente el tratamiento que le han dado gobiernos, escuelas e iglesias; convirtiéndose en una de las causas de la marginación y pobreza impuestas, a lo largo del tiempo, a miles de millones de destinos humanos.
Por ello, resulta impostergable un mayor esfuerzo de los gobiernos para lograr políticas públicas eficaces que promuevan —con respeto a la dignidad y libertad de las personas— una cultura social verdaderamente responsable en materia reproductiva. Es imperativo que las iglesias sean claras y enfáticas al armonizar sus valores éticos y religiosos en materia de sexualidad, con su inexcusable deber de ir más allá de inducir y conducir a sus feligreses con el histórico mensaje de “los hijos que Dios les dé”.
Por fortuna el reciente mensaje del papa Francisco a su grey no deja duda, enseña que para ser buen católico no se requiere reproducirse como conejos.
Tiene razón quien dijo que la orden divina de “creced y multiplicaos” no implica la obligación de hacerlo con la tabla del 8. Y “llenad la Tierra y sometedla”, no quiere decir saturarla y destruirla.
El censo del Consejo Nacional de Población arrojó que la población residente en México, en 2013, ascendía a 118.4 millones de personas, siendo el onceavo país más poblado del planeta.
No habrá gobierno ni sociedad que puedan abatir la pobreza y la desigualdad sin políticas públicas que generen paternidad con responsabilidad. Es tan necesario el “calentamiento poblacional”, como alcanzable la fecundidad responsable, para evitar explosiones o envejecimientos demográficos. Si viene aumentando la esperanza de vida, y las comunidades más pobres son las que alcanzan mayores índices reproductivos, el Estado y las iglesias deben armonizar el esfuerzo educativo y cultural en bien de la sociedad.
Concluiré con lo que puede ser cierto o simple chascarrillo, pero que refleja —a través de verdad o cuchufleta— la influencia religiosa en estas cuestiones: un ferviente católico, casado y con hijos, tuvo “quereres” con su joven secretaria, de los que resultó un “chilpayate”; y cuando sus amigos le reprocharon no haber usado preservativo les contestó con enfado: “¡jamás!, ¡eso lo prohíbe la Iglesia!”.
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