El discurso político

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Por: Juan José Rodríguez Prats

…esta oquedad que nos estrecha en islas

                de monólogos sin eco

                José Gorostiza

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La comunicación entre ciudadanos y políticos está cercenada. Los síntomas ahí están: desconfianza, incertidumbre, encono, perplejidad, entre otros. Las causas y motivos son tan diversas y complejas que ni siquiera intento hacer un simple enunciativo listado. Hay algo que aflora invariablemente: la desvinculación de la ética y las actividades de servicio público. Desde la antigua Grecia se viene hablando de la demagogia (degeneración del buen entendimiento impregnándolo de mentira y engaño) y de la enfermedad que sufren las personas en el poder, la hybris (desprenderse de la realidad, desarrollar una infinita capacidad del autoengaño).

En el umbral de una contienda que se avizora ríspida y sin civilidad, nuevamente es pertinente recordar a mi paisano Gorostiza, quien habla del enviciamiento de la palabra.

De lo anterior se infiere el gran desafío: retornar a un diálogo comprensible entre ciudadanos, partiendo de una recíproca respetabilidad y de la honesta, necesaria e incontestable presunción de que somos personas con dignidad y capacidad de raciocinio.

  •  Hace 2,400 años, Demóstenes dijo a los atenienses: “Si hubiéramos hecho todo lo que debimos haber hecho y estuviéramos como estamos, no habría esperanza, pero como no hicimos lo que debimos haber hecho, hay esperanza”.

¿Qué debimos haber hecho y no hicimos? Estrechar hasta sus raíces la cultura y la política. Iniciamos una transición hacia la democracia, pero no nos preparamos para asumir los deberes de los demócratas. Hablamos de principios y valores para ejercer el poder, pero faltó voluntad para conducirnos de manera congruente cuando se presentaron los grandes problemas cotidianos. En otras palabras, los valores ahí estaban, pero no transitaron a ser virtudes reflejadas en actitudes, conductas y decisiones.

La Revolución Mexicana tuvo un discurso que le dio sustento doctrinario. A partir de la Constitución de 1917 y hasta la alternancia del Ejecutivo federal en el 2000. Sus elementos son perceptibles: el nacionalismo revolucionario; la Constitución como proyecto no como norma jurídica; la democracia social como prioritaria con cierta subestimación a la democracia formal; concebirse como solución transitoria para dar paso finalmente a un auténtico Estado de derecho; la estabilidad y unidad como lo más importante; el liderazgo presidencial. Es innegable que en algunos periodos alcanzó altos niveles de legitimidad. Algunos exponentes fueron Francisco J. Múgica, José Manuel Puig Cassauranc, Vicente Lombardo Toledano, Jaime Torres Bodet, Rodolfo González Guevara, Carlos A. Madrazo, Jesús Reyes Heroles, Enrique González Pedrero, Porfirio Muñoz Ledo, Santiago Oñate Laborde.

Desde luego, la oposición tiene sus grandes ideólogos, los hemos mencionado en este mismo espacio.

Son antecedentes nada despreciables. ¿Qué tenemos hoy? El discurso de la 4T es francamente deplorable. No resiste el más elemental análisis por su incongruencia y su falta de ideas. Por lo tanto, hay que emprender un serio ejercicio hacia la contienda que se avecina.

No hay muchas maneras de convencer. No partimos de cero. “La necesidad de nuevos paradigmas” no deja de ser un lugar común. En principio, tenemos que asumir un postulado del humanismo: la confianza en el hombre. Kant, en un texto memorable escrito en 1784, hace una reflexión que nos define: “La ilustración es la salida del hombre de su minoría de edad”. Fue la época más fecunda en cuanto a ideas políticas que son plenamente vigentes. Desde luego, cada partido tiene sus documentos fundacionales. Todos convergen en una especie de pacto en lo fundamental como lo denominó hace casi dos siglos Mariano Otero, uno de nuestros más preclaros parlamentarios.

No sería mala idea centralizar el debate en esos temas que implica, por supuesto, el análisis de nuestra Constitución. Es una propuesta básica de vincular cultura y política.


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