El discurso del odio siempre es repudiable en política pero ofrece oportunidades que deben aprovecharse.
La condena generalizada a los posicionamientos políticos del precandidato presidencial republicano, Donald Trump, debe ir más allá de la crítica coyuntural. Es la oportunidad para los estadunidenses de provocar un mejor trato a las minorías que potencian su motor económico, así como para países similares al nuestro, de empujar avances por la vía diplomática en una agenda de mayor corresponsabilidad en el crecimiento y la seguridad de Norteamérica.
Las ofertas políticas basadas en la intolerancia abaratan el debate público, sea éste la discusión de una plataforma electoral o de un programa gubernamental. El discurso del odio desvía la atención de los temas de fondo, e impide tanto identificar alternativas de política pública con fundamento en altos criterios técnicos, como construir los consensos necesarios entre partidos y grupos sociales para su correcta instrumentación.
Ante el racismo e intolerancia del candidato puntero en la contienda republicana, no debe sorprender la baja calidad del debate observado en las últimas semanas que ha atrapado la narrativa de sus principales contendientes. A la preocupación legítima de los norteamericanos sobre asuntos tan relevantes —que van desde su sistema de salud o la recuperación económica, hasta su seguridad nacional frente a los extremismos ideológicos movilizados en células promotoras de la violencia y el terror—, los republicanos les responden con insultos y comentarios vulgares en los momentos de contraste de propuestas. El demócrata Bernard Sanders se equivoca también con su crítica frontal al libre comercio y a los tratados impulsados por Estados Unidos. En su desesperación ante los amplios márgenes que le separan de conseguir la candidatura presidencial, el senador por Vermont empieza a hacer más radical su discurso —agresivo ante la mujer que domina el proceso de selección interna— y ahora apuesta por hacer valer ante la opinión pública los criterios en favor del aislamiento de la primera potencia mundial.
El discurso del odio empobrece la discusión pero, como si fuera su propio antídoto, también contribuye a hacer visibles los espacios de oportunidad para mitigar los riesgos futuros y revertir situaciones presentes de injusticia e iniquidad. Ello se debe a que en los contextos democráticos, el voto, la política pública y otros mecanismos de participación social son instrumentos que motivan la movilización de agentes políticos o sociales para cerrarle la puerta al futuro de la exclusión.
Ahora bien, la pobreza discursiva de Donald Trump nos ha hecho ver la amenaza vigente de la xenofobia, el racismo y la intolerancia. Sería deseable que la comunidad latina residente en Estados Unidos, de la mano de otras minorías, conformara un sólido bloque de opinión pública para, desde lo interno, forzar a la aprobación de una reforma migratoria integral que amplíe los márgenes de justicia a quienes con su trabajo han contribuido a la prosperidad de ese país. El propio partido republicano empieza a ser consciente de los costos de dejar florecer entre su electorado, posturas políticas adversas a la conciliación por lo que un cambio radical de estrategia es previsible en los años por venir.
En lo externo, Donald Trump nos ha mostrado la tentación de sentar las bases del crecimiento mundial con base en la exclusión y la ocurrencia. Para México debe ser cada vez más claro que sólo mediante adecuados mecanismos de integración regional, de colaboración entre autoridades y entre sociedades de ambos países, es la vía más corta para alcanzar la prosperidad de las comunidades de Norteamérica. En este sentido, el entendimiento y los instrumentos de cooperación construidos en la última década, deben seguir su evolución firme. Alejarnos de ellos por un mandato irracional y unilateral, devendría en una parálisis económica y política de la que nadie, ni los mismos norteamericanos, saldrían beneficiados.
Valdría la pena preguntarse si el discurso extremista al que hoy recurren Donald Trump y Bernie Sanders es real o simplemente es oratoria de campaña. Lo que un candidato dice, puede distar mucho de lo que puede hacer una vez en el cargo. Si bien, los extremos del imaginario político son siempre llamativos, pocas veces se vuelven una realidad aplicable.
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