Dreamers

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Son biculturales y bilingües. Inmigrantes ilegales. Niños que llegaron a Estados Unidos de la mano de sus padres indocumentados o gracias a algún programa de reunificación familiar. Se han educado en el sistema escolar estadunidense, juegan en los barrios como cualquiera de su edad, son hermanos mayores de ciudadanos estadunidenses. Muchos de ellos no conocían su estatus legal hasta que buscaron empleo, aplicaron para la licencia de manejo o intentaron ingresar a la universidad. Son hijos adoptivos de una patria extraña que no los reconoce como tales, que los ha dejado en el limbo de la incertidumbre, a expensas de actos que no les son propios. Como el corazón y el cerebro, las emociones y la razón, su existencia está dividida en dos hemisferios vitales: su pasado y su presente, sus raíces y su comunidad, su procedencia y sus sueños.

Han desarrollado las habilidades de los inmigrantes: creativos, responsables, respetuosos de la ley, agradecidos con el país de acogida, generosos y solidarios con los que enfrentan una circunstancia similar. Empáticos con lo propio y con lo extraño. Sensibles a la otredad. Guardan lealtad patriótica a su nueva nación. Han adquirido las competencias que una sociedad igualitaria forja en sus ciudadanos: innovadores, emprendedores, participativos, libres. Desde que ingresaron ilegalmente a Estados Unidos, muchos de ellos no han vuelto a pisar su país de origen. Profesan, sin embargo, el idioma, la religión y las costumbres festivas y culinarias de sus padres. Son testigos vivos de una tradición oral que alimentan celosamente en sus relaciones con otros: la vivencia de paisajes que no conocen, el recuerdo de los rostros que hace tiempo no ven, la nostalgia de la tierra que los expulsó. Aman por legado lo que significa México, Guatemala o El Salvador, aunque sólo lo hubiesen sentido por poco tiempo.

Se han organizado en distintas asociaciones de alcance nacional. Presionan a los congresistas para aprobar la denominada Dream Act, un proyecto legislativo patrocinado por legisladores demócratas y republicanos que abre caminos a la residencia permanente de estudiantes indocumentados que hubieren llegado en minoría de edad. Apoyan sin descanso la intención de una reforma migratoria profunda, la del dúo McCain-Kennedy y la del presidente Obama. Viajan por todo el país creando conciencia de lo que esa generación significa para Estados Unidos y para sus países de origen: el mestizaje cultural del siglo XXI. Una treintena se entregó voluntariamente a las autoridades migratorias como protesta a las deportaciones y a las negativas de reingreso, emulando el ejemplo de aquella mujer afroamericana, Rosa Parks, que se negó a desocupar el asiento del autobús y abrió la sepultura de la segregación racial. Describen con certeza el diagnóstico de su problemática: las deportaciones los convierte nuevamente en inmigrantes, sin conexión afectiva con su entorno, con la vida deshecha en la incertidumbre de la extranjería. Una nueva política migratoria, dicen con emoción, multiplicará sus opciones de vida: quedarse legalmente en Estados Unidos, terminar una carrera, obtener un empleo o fundar una empresa, o bien, regresar a sus países de origen con otra plataforma de desarrollo individual. Por eso defienden las acciones ejecutivas del presidente Obama que crean una ventana de oportunidad para su estancia legal temporal, así como para proteger de la deportación a poco más de cinco millones de inmigrantes indocumentados, muchos de ellos sus propios padres. Usan la primera forma del plural, el incluyente nosotros, para relatar la inminente apelación del Departamento de Justicia contra la suspensión judicial dictada por un juez conservador del estado de Texas. 2.1 millones de historias detrás de un puñado de muchachos que miran al cielo, sonríen y lloran mientras agradecen la ocasión de ser escuchados.

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Hace poco un grupo de dreamers viajó por primera vez a México. Lo hicieron gracias a la certeza de su posibilidad de retorno. Una de ellas pidió encontrarse con los padres de los estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa. Conocía por las redes sociales el drama de Iguala. Ya en Estados Unidos, en su breve y emotiva intervención frente a estudiantes mexicanos de posgrado y a un grupo de funcionarios, políticos y periodistas que ahí nos encontrábamos, Julieta exige justicia por esos jóvenes que muy seguramente habrían tenido su misma edad, pero no su misma suerte. Algún reflejo natural la ata a la realidad de México. Siente el deber de cambiar a su país, en ese doble sentido de pertenencia: sueña con superar la injusticia de una política migratoria rota y, al mismo tiempo, la injusticia de una sociedad que no brinda mínimas oportunidades a sus jóvenes. El dolor persistente de su país, Estados Unidos y México, así, indistintamente, como si se tratara de una sola y misma nación. La única patria en la que se reconoce plenamente: la gente, la tierra y las oportunidades de sus sueños.


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