¿Destruimos las instituciones?

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Defender hoy a las instituciones es estar “out”. Es poco atractivo y transitar contra corriente. Lo mejor es denunciar y denostar.

Lo de hoy, lo que si “pega” y resulta exitoso es el discurso, las propuestas y los hechos que desde diversos frentes, abonan al descrédito y debilidad del marco institucional. Lo anti-establishment es lo correcto, lo que sí es noticia, lo que genera entusiasmo en importantes sectores de la población.

Razones para el hartazgo ciudadano e incluso la indignación las hay. Han sido muchos años de un andamiaje institucional que esta lejos de proteger y salvaguardar a los ciudadanos; que ha consentido en innumerables ocasiones la corrupción y que ha hecho de la impunidad su forma de vida. Instituciones electorales dañadas por un reparto de cuotas partidistas, o bien por grupos cuyo mérito mayor ha sido conocer o ser amigo de quienes escalan las posiciones de poder. La meritocracia ha sido rebasada por intereses personales y de grupo, generando con ello desesperanza, pérdida de confianza y un ánimo adverso respecto a la mayoría de las instituciones.

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El Informe Latinobarómetro 2015 revela que México es el país más insatisfecho con la democracia de toda la región; que 3 de cada 4 mexicanos desconfían de las elecciones; sólo el 26 por ciento opinó que eran limpias.

La pregunta, sin embargo, es: ¿destruimos las instituciones para que los males se resuelvan? O ¿hacemos todo aquello que sea necesario y urgente para transformarlas, corregirlas y fortalecerlas?

Veamos un ejemplo:

Desacreditar en términos generales e incluso absolutos a las Fuerzas Armadas no sólo resulta injusto sino de un altísimo riesgo para la seguridad del Estado Mexicano. Reprobar, sancionar, castigar actos autoritarios o que violan los derechos humanos de los ciudadanos no está a discusión. En todos estos casos debe cumplirse la ley y enfrentar sus consecuencias. Pero de ahí a consistentemente colocar a las Fuerzas Armadas en el centro de ataques y descalificaciones hay una enorme distancia.

Primero, porque a las Fuerzas Armadas se les ordenó salir a las calles para hacer aquello que es deber de cuerpos policiacos, sean estos federales o locales. Se les ordenó combatir al crimen organizado y salvaguardar la integridad de los ciudadanos, incluso cuando en muchos de los casos deben enfrentar también la complicidad de miembros policiacos y autoridades que trabajan para los criminales.

Segundo, porque hasta el día de hoy, las Fuerzas Armadas carecen de un marco legal, quedando así en el peor de los mundos, en medio de un fuego cruzado entre los criminales, el vacío legal y la descalificación, descrédito e incluso desprecio de diversos grupos.

Mientras se abona a desprestigiar una de las instituciones más sólidas e importantes, y las Fuerzas Armadas enfrentan costos crecientes, no ha habido una mejora sustantiva en el desempeño y respuesta de los cuerpos policiacos, responsabilidad del gobierno a sus distintos niveles. Así, crecen los costos y el problema de fondo sigue sin encontrar la corresponsabilidad suficiente en muchos de los responsables.

Lo mismo puede afirmarse de las policías. Nuestra tendencia a descalificar en los absolutos de “todo o nada”, impide reconocer avances. No son pocos los policías que han muerto o sufrido pérdidas importantes cumpliendo con su deber. Sin embargo, hablar de policías es para la gran mayoría sinónimo de corrupción, amenaza y peligro.

Los partidos y la clase política somos responsables en buena medida del hartazgo e indignación de los ciudadanos. Y mientras no se den claros y consistentes ejemplos en los hechos de que hemos dejado de mirarnos el ombligo para voltear a mirar a los mexicanos, el descontento será creciente.

Pero, al igual que en los casos anteriores, las generalizaciones no abonan ni a la verdad y menos a la democracia. Ahora lo de moda es declararse apartidista y, aun mejor, detractor de los partidos. Los partidos son los demonios que hay que eliminar para entonces transitar a una especie de paraíso. Un México sin partidos sería algo así como un México sin problemas.

Hay que decirlo: un México sin instituciones fuertes sólo tiene un destino: el caos y la barbarie. La pérdida de libertades y el desprecio por el estado de Derecho. En síntesis, un México bárbaro, sin
límites ni contrapesos.

Estamos en situaciones delicadas y de alto riesgo, pero siempre se puede estar peor o construir caminos de solución y mejora por difíciles y costosos que resulten. En todo caso y por el bien de México lo de hoy es exigir y construir, no solamente denostar.


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