Democracia cara y pobre

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Entre 1977 y el año pasado, México tuvo un total de seis reformas político-electorales orientadas a incrementar la credibilidad de su democracia.

Es cierto que, a diferencia de lo que ocurría antes de la ciudadanización del órgano encargado de organizar y supervisar los comicios, el país logró instaurar la alternancia en el poder.

Sin embargo, después de tantas reformas y tanto dinero público gastado, no se ha logrado que desaparezca la sombra de la sospecha de que el gobierno en turno favorece a su partido cuando llega el tiempo de las votaciones.

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¿No era ése el propósito de contar con una autoridad electoral autónoma e imparcial?

Hubo un lapso de unos años en que el IFE, hoy INE, era una de las instituciones con mayor credibilidad en el país.

Sin embargo, los partidos políticos no soportaron que pudiera existir tal cosa. Tenían que asumir el control de ella.

Y sustituyeron a los consejeros electorales que respondían sólo a su propia conciencia por unos que entendieran que los partidos los pusieron allí y sólo a ellos debían responder, no a los ciudadanos.

En los hechos, los partidos inventaron un sistema en que las posiciones en el Consejo General del IFE se repartieran por cuotas, de conformidad con el peso específico de cada fuerza política.

Desde entonces, ese breve interludio de credibilidad de la autoridad electoral se acabó. Y volvió la desconfianza. La de los ciudadanos hacia el instituto, y la de los partidos hacia los consejeros que respondían a los intereses de otro bando, así como hacia aquellos que, habiendo sido elegidos gracias a ellos, mostraban signos de independencia.

La semana pasada, siete de los diez partidos políticos con registro le enviaron un mensaje a los consejeros electorales: no soportarán que tomen decisiones que no sean aceptables para ellos.

Los llamados “partidos rebeldes” —que se levantaron de la mesa del Consejo General, donde tienen voz aunque no voto— están dispuestos a dinamitar lo poco que queda de creíble en el INE para un electorado que muestra signos de impaciencia.

La democracia mexicana ha resultado muy cara. Entre 1997 y 2013, el sistema de partidos casi 50 mil millones de pesos, sólo en prerrogativas, de acuerdo con el especialista Jesús Navarro, autor del libro Control y vigilancia del origen, monto y uso de los recursos partidarios. A eso hay que sumar miles de millones de pesos en gastos de operación de la autoridad electoral.

La primera vez que organizó unas elecciones, las intermedias de 1991 —antes de que se ciudadanizara el Consejo General—, el entonces IFE tuvo un presupuesto equivalente a 252.4 millones de dólares, que, ajustados, son casi 457 millones de dólares de hoy. Es decir, unos siete mil millones de pesos.

Para este año electoral, el presupuesto del INE será de 18 mil 572.4 millones de pesos.

En un sexenio (2009-2015), el país habrá gastado 90 mil millones de pesos en elecciones federales, cifra a la que hay que sumar la de los comicios locales.

Yo sé que, a juicio de algún consejero electoral, esos son cacahuates, pues representa algo así como 12 centavos diarios por ciudadano.

Pero ahí haré dos apuntes: el primero es que el dinero que se gasta en los partidos políticos y en la organización de las elecciones nunca baja; y el segundo es que hay países desarrollados donde la democracia no resulta tan cara como aquí.

De acuerdo con datos de la consultora Integralia, las elecciones de 2012 costaron 321 pesos por cada ciudadano inscrito en el padrón. Eso es más del doble de lo que costaron las elecciones generales en Canadá celebradas en mayo de 2011.

¿Qué sabrá Canadá respecto de abaratar las elecciones que no sepamos nosotros?

De entrada, no tiene un monstruoso aparato electoral como el nuestro. El organismo público que opera allá, Elections Canada, tiene 360 empleados de tiempo completo. Canadá tiene un padrón de unos 24 millones de electores, es decir, menos de una tercera parte del de México.

¿Cuántos empleados tiene el INE? Si nos atenemos a los datos del Sindicato de Trabajadores Electorales, unos siete mil 500 de base y otros tantos que laboran por honorarios. Es decir, 15 mil.

El instituto comenzó con dos mil trabajadores en 1990 y diez años después, en la emblemática elección de 2000, tenía unos tres mil 500. ¿Cómo llegó a 15 mil?

Revisemos el aumento del gasto en “servicios personales” del IFE —hoy INE—, elección tras elección. De acuerdo con un estudio del CIDE, en 1997 fueron mil 305 millones de pesos (corrientes); en 2000, dos mil 692 millones; en 2003, tres mil 667 millones; en 2006, cuatro mil 458 millones, y en 2009, cinco mil 147 millones de pesos.

Para los partidos y para el INE, los recortes presupuestales no existen, como sí se dieron en Canadá, por efecto de la recesión mundial.

El enorme gasto se entendería si fuera aparejado con una buena calidad de la democracia y la satisfacción del electorado. Pero aquí los contribuyentes pagamos cada vez más por elecciones, en un sistema de partidos caracterizado por el abuso cada vez mayor de la clase política y la creciente toma de conciencia del electorado de que da lo mismo votar por un partido que por otro.

¿De verdad vale la pena seguir gastando tanto dinero público en un sistema que genera una muy pobre representación y en la que los propios partidos, en su infinita ambición, se encargan de deslegitimar el proceso?


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