Casa Blanca

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En un manuscrito redactado durante 1994 y recientemente publicado en España (Corrupción y Política. Los costes de la democracia, Galaxia Gutemberg), Javier Pradera alertaba sobre el riesgo de la “banalización de las cuestiones de la venalidad política”. Las estrategias exculpatorias de los casos de corrupción que rodearon al gobierno socialista de Felipe González le sirvieron para evidenciar el peligro de borrar los referentes éticos y jurídicos en la conducción de los asuntos públicos. La patrimonialización del Estado por sus gestores, que va desde el abuso de los privilegios asociados al cargo público hasta la sustracción de los fondos públicos, se facilita en la medida en que la sociedad asimile márgenes de tolerancia.

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Al arribar al poder, los socialistas justificaban sus propios casos de corrupción con el argumento de que el franquismo había esquilmado por décadas a los españoles. El Partido Popular, una vez en el gobierno, consiguió apartar la atención de sus escándalos con la coartada de los precedentes de su adversario socialista. La impunidad, advertía Pradera, fecunda en la trivialización de la ilegalidad. La corrupción política se recrea en la zona gris que intencionalmente se ensancha para legitimar las desviaciones en el ejercicio del poder. La zona gris de las justificaciones que recurren al recurso de la corrupción del antecesor, de los formalismos judiciales o del manto de la privacidad.

El caso Casa Blanca es una muestra de esa banalización. Las explicaciones dadas a la revelación periodística no sólo son preocupantes por su inconsistencia, sino por las convicciones que dejan entrever. Para el gobierno, no hay nada reprochable en que la esposa de un servidor público “contrate” la adquisición y construcción de un bien inmueble con un contratista del sector público en condiciones fuera de mercado. En la interpretación del Presidente, no existe obligación de reportar el bien y la supuesta relación jurídica con el contratista, dado que se trata de un asunto privado concerniente a su cónyuge. No hay conflicto de interés pues ni el Presidente ni su esposa firman las adjudicaciones o los contratos de obra pública. La persona más informada del país jamás se enteró de la existencia de la casa, de las sucesivas compras de los inmuebles accesorios, de la obra a cargo del contratista, de su valor y de la fuente de financiamiento. Los cuestionamientos que legítimamente surgieron a partir de la investigación periodística son, para el gobierno, un complot de los enemigos de las reformas o un intento por descarrilar el proyecto de modernización del país. En suma: nada por aclarar ni explicar. 

La respuesta gubernamental es inverosímil. Deja entrever que para el gobierno no existe un frontera clara entre lo público y lo privado. Pero más allá del entendimiento sobre la cosa pública, la explicaciones provocan innumerables interrogantes. La casa supuestamente fue comprada con un crédito asumido por la esposa del Presidente que habrá de pagarse con sus propios ingresos. ¿En qué trabaja la primera dama? ¿De dónde provienen sus ingresos? ¿Sus relaciones de trabajo pueden afectar el ánimo decisorio de su esposo? ¿Existe algún potencial conflicto entre sus intereses laborales y las decisiones que toma su esposo? Si, por el contrario, no trabaja y se dedica de tiempo completo a la función institucional que la cónyuge del Presidente tiene encomendada, entonces es su dependiente económico. Según la ley, los servidores públicos deben reportar los movimientos patrimoniales propios y de sus dependientes. La declaración del Presidente que se hizo pública no contempla información sobre los ingresos y bienes de su esposa. En la versión de la presidencia conduce inevitablemente a la conclusión de que la esposa del Presidente se benefició, al menos, de una tasa preferencial en un crédito inmobiliario. El diferencial entre las tasas de interés de mercado y la obtenida para la adquisición de la casa es, jurídicamente, una donación. ¿Debemos asumir entonces que este gobierno no perseguirá a un servidor público cuya esposa enajene un bien mueble o inmueble a un precio notoriamente inferior al que tenga en el mercado ordinario? ¿Esta política no conduciría a la simulación de transacciones a costa del Estado? Si la casa fue adquirida de forma legal ¿por qué deshacerse de ella? Suponiendo que en la adquisición de la casa hubiere mediado un intercambio de favores entre el gobierno y el contratista, su propiedad debe revertirse a favor del Estado. En efecto, la ley de responsabilidades y el Código Penal establecen que los bienes que los servidores públicos reciban en donación o como producto de un hecho ilícito (tráfico de influencias), deben ponerse voluntariamente a disposición de la autoridad, o bien, objeto de decomiso judicial. Bajo esta premisa, ¿puede legalmente ceder onerosamente los derechos sobre el contrato cuando la autoridad no se ha pronunciado sobre la legalidad de la adquisición original? ¿La venta de un bien recibido de forma irregular exime la responsabilidad administrativa o penal de cualquier servidor público? ¿Será ésta una causal de perdón o un criterio en el tratamiento de casos hacia el futuro?.

Los servidores públicos estamos expuestos a un umbral mayor de escrutinio. No es admisible el recurso a la vida privada cuando la adquisición involucra al cónyuge de un servidor público y a un contratista con procesos licitatorios en curso. Las explicaciones deben ser puntuales y detalladas. Sin linchamientos ni patibularios mediáticos. Pero, sobre todo, bajo la lógica que este caso fijará un precedente aplicable para todos los servidores públicos del Estado mexicano. En el caso Casa Blanca se definen los polos de lo admisible y lo reprochable en la gestión pública. O la zona gris de la banalización de la venalidad política.


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