Una carga muy pesada

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Cuando asistía al catecismo, allá en mis años niños, la paciente catequista  —porque vaya que se necesitaba serlo— nos ponía a repetir el listado de los siete pecados capitales, para que los ahuyentáramos de nuestras vidas porque eran  “una plaga horrible que dañaba el corazón”. La envidia es uno de ellos. La envidia ha estado y está muy presente en la naturaleza humana, hay quienes le permiten enraizar y crecer. Debe ser muy pesado llevar semejante carga. El envidioso padece con los logros de los demás, le duele en lo más profundo el éxito ajeno, le frustra. 

Se trata de personas siempre insatisfechas, por ello son proclives a analizar a los demás en función de sus logros y experimentan un profundo daño interior al compararse con ellos, entonces se generaliza una especie de rencor extremo que se manifiesta en una actitud crítica destructiva y manipuladora. El envidioso o envidiosa tienen muy baja su estima, se sienten por debajo de los demás y esto les genera mucha insatisfacción. Se estancan en sí mismos, se desgastan en desear lo que tiene el de enfrente y no reparan en lo suyo. En el fondo son personas solitarias y tristes.

En el medio político, la envidia incuba con mucha facilidad, derivada de la competitividad y rivalidad continua y permanente, esto provoca en la mente de quienes le permiten la injerencia, la errónea percepción de que el valor del político depende de lo poco o mucho que la gente lo valore. Y es que el desconocimiento de los propios límites y cualidades que sufre el envidioso por estar más pendiente de los de enfrente, favorece el pavor que lo atosiga de no estar a la altura de sus propias capacidades y de las expectativas que de él tengan quienes lo rodean. 

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Esta circunstancia, este “empanicamiento” se exhibe en la constante diatriba de improperios y descalificaciones que se procuran vía sus propias declaraciones o por interpósita persona en las columnas y noticias impresas, televisadas o en la radio. Con demasiada frecuencia algunos ínclitos hacen uso de los medios para erigirse en juez y parte, o en recinto cerrado con unos cuantos, porque la envidia los corroe y tienen que despotricar en contra de su presunto adversario, con un listado de insultos, burlas y etc., etc… Y es que “la gente sin valor nunca aprende a ser indiferente; prefiere envidiar o lastimar”. Lo leí en algún lado.

¿Cuáles son los síntomas del envidioso? Los estudiosos del tema han hecho un listado. Me voy a permitir compartirle algunos de ellos: “El envidioso tiene la necesidad imperiosa de hacerle algo al envidiado, de mostrarle y demostrarle que no es el mejor en todo”. Tiene compulsión por corregir al envidiado, porque eso, desde su perspectiva le da cierta superioridad sobre aquel. Eso es miel para su amarga mediocridad. La raíz de la envidia es la soberbia. El envidioso es soberbio porque esconde en ella su “aborrecible” pequeñez. El envidioso maquina estrategias para dañar a su envidiado, verbi gratia, tiende a generar una atmósfera hostil hacia la persona envidiada, un ambiente de rechazo hacia la misma. Y es que la envidia se alimenta de la maledicencia compartida. 

Le molesta tanto cuanto hace su envidiado que incluso hasta cuando recibe un bien de aquel, le cae como purga en el estómago, y sólo por pose política, no lo externa. El envidioso, si está en sus manos, margina al envidiado. Lo deja al margen de cualquier cargo, función o encomienda en que tenga aunque sea mínima, la oportunidad de sobresalir. Llega a convertir esto en estrategia de largo plazo, fríamente calculada. Los síntomas de la envidia son tan evidentes, que hasta Poncio Pilato la supo detectar, no me cabe duda.

 Lo consigna San Mateo en su evangelio: “… Sabía que lo habían entregado por envidia” (Mt 27,18). Refiriéndose a Jesús de Nazaret, tasado en los 30 denarios que pagó el Sanedrín al Iscariote.

Miguel Ángel Cornejo en una de sus presentaciones en el Estadio Nacional del Perú hacía hincapié en que en nuestro continente latinoamericano, se ha insistido mucho en que ser pobre es una virtud y que el sufrimiento es un galardón, y esto precisamente, esta creencia equivocada, es la que estanca a nuestros pueblos y les impide crecer. Y tiene razón, esa no es la actitud… 

Pero como les ha servido a la nomenclatura mexicana y a los mesías y redentores de pacotilla para controlar a las personas. El acicate que debiera permear es el de la admiración a los exitosos que logran sus sueños a base de empeño, esfuerzo propio, inteligencia y perseverancia, y sobre todo con procedimientos legítimos, esto es lo que hay que emular, no envidiar. La victimización, los lamentos, los reclamos, la envidia hacia quienes si se han realizado, no son más que actitudes y conductas estériles, destinadas como apunta Cornejo, a perpetuar el fracaso.

“La envidia, expresaba Napoleón Bonaparte, es una declaración de inferioridad”. Y es verdad.


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