Un gran clamor popular

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Los escándalos cada vez son peores. Antes la corrupción estaba centralizada, ahora ha permeado en los tres órdenes de gobierno.

El tránsito de la convicción íntima a la decisión política significa un salto mortal.

Manuel Gómez Morin

La corrupción no es uno más de los problemas de México, es el problema de México. Ya en la Colonia se dieron leyes para combatirla y durante nuestra vida independiente surgió literatura condenando esta práctica reiterada de nuestra burocracia.

En el siglo pasado, tal vez el único Presidente que resiste un análisis en relación a la honradez para manejar las finanzas públicas es don Adolfo Ruiz Cortines. Se dice que un presidente municipal le preguntó cómo ser un buen funcionario público. Don Adolfo respondió: “Querer serlo. ¿Y sabes qué significa eso? Que no le puedes meter la mano al cajón, que no puedes incorporar a tu familia en la nómina, que tienes que integrar un buen equipo, que debes trabajar 14 horas diarias, que debes manejar los recursos con austeridad y asumir tus deberes en plenitud. Considera siempre que al finalizar tu mandato habrás de caminar en las calles de tu ciudad con el ánimo de ser conocido y respetado”.

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Esta es una lección fundamental: de la autoridad debe emanar una señal clara de que se va a actuar con honradez. Prácticamente a mitad del sexenio, ya se perdió la oportunidad de una auténtica lucha contra la corrupción. Los casos que se han dado obedecen a una justicia selectiva. El reclamo original del PAN (vincular política y ética), ni siquiera fue condición sine qua non para avanzar en las otras reformas.

El peligro mayor de nuestra democracia, a pesar del resurgimiento del autoritarismo, son las prácticas perversas para alcanzar el poder y cómo ejercerlo. En otras palabras, la corrupción en los partidos políticos y en el aparato de la administración pública y, más grave aún, en la administración de justicia.

El punto no es si la corrupción es connatural al mexicano, o parte de nuestra cultura, o una inercia que no podemos vencer. Lo importante es asumir el compromiso de combatirla, esa es nuestra mayor carencia. Se habla de una segunda ley anticorrupción, porque a finales del sexenio pasado se promulgó la primera. Es absurdo conceder a las leyes efectos mágicos y míticos. El Ejecutivo federal y los estatales, sin necesidad de leyes, pueden designar, como parte de la Procuraduría, funcionarios expresamente abocados a hacer cumplir lo consignado en nuestros códigos penales.

Ya existe el Auditor Superior de la Federación, dependiente del Legislativo y la Coneval que mide la eficiencia del gasto en política social como uno de los renglones más delicados

El antecedente más directo del principio del Poder Legislativo es la firma, en 1215, de la Carta Magna de “Juan sin Tierra”, con la cual los lores y los comunes reclamaban la rendición de cuentas y la lista de agravios cuando el rey incurría en fallas. Dos siglos después surgió la facultad de aprobar leyes. En otras palabras, su función original fue la de control. La esencia misma de la división de poderes busca frenar el abuso del poder.

La Cámara de Diputados aprueba el presupuesto y la rendición de cuentas, el instrumento financiero del Estado como proyección de su gasto y la forma en que posteriormente se comprueba su destino final. Las observaciones, comparecencias, la posibilidad de juicio político conforman la tarea de los legisladores para vigilar el buen uso de los recursos del pueblo, situación que se repite a nivel local. Por eso, precisamente, Diego Valadés dice que, más que Poder Legislativo, debería llamarse Contrapoder.

El tiempo pasa y los escándalos cada vez son peores. Antes la corrupción estaba centralizada, ahora ha permeado en los tres órdenes de gobierno. En otras palabras, se ha democratizado y los mayores escándalos nos llegan del extranjero.

La mejor política es la más sencilla. No es fácil encontrar respuestas, pero si no hay voluntad política lo demás es sólo paja.


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