‘Te veo en dos semanas’

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Newark es la ciudad más poblada de Nueva Jersey y la segunda ciudad en importancia en el área metropolitana de Nueva York. Es una comunidad de vocación industrial y apariencia austera. Viejas construcciones de ladrillo y muelles de madera muerta conviven con modernos edificios de cristal, estructuras de acero y enormes brazos de grúas. Ahí residen la terminal portuaria con mayor tráfico de contenedores de la costa Este, un aeropuerto internacional que recibe 33 millones de pasajeros al año y un buen número de corporativos de empresas.

Los puentes y la estación de trenes son improvisados dormitorios de cientos de personas, especialmente afroamericanos, muchos de ellos adictos y con síntomas de alteraciones mentales. Se cometen un promedio de 13 delitos violentos por cada mil residentes al año: poco más de 3 veces la media nacional. La tasa de robos es 8 veces mayor y la de crímenes por milla cuadrada es 1,321% más alta que la media nacional. Una página de bienes raíces resume la cotidianidad de Newark: la hermana pobre de la pujante Manhattan sólo es más segura que el 9% de las ciudades de Estados Unidos.

En un edificio de arquitectura neoclásica, se encuentra localizada la corte municipal de Newark. Se trata de un tribunal de jurisdicción limitada a faltas administrativas y delitos menores, como posesión de drogas, prostitución y robo sin violencia. Se estima que entre el 85 y 90% de quienes comparecen en calidad de acusados tienen alguna adicción a drogas y el 40% padece alguna enfermedad mental. La amenaza de otra temporada en prisión es insuficiente para modificar su comportamiento: muchos de ellos entran y salen, reinciden sistemáticamente, como parte de su normalidad.

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Los pasillos de ese frío edificio están abarrotados de personas de bajos recursos, con la mirada perdida, gestos de ansiedad y papeletas amarillas manoseadas que indican la hora y el lugar de una nueva comparecencia. No se acostumbra ver litigantes privados. Policías sientan a los visitantes en las largas bancas que asemejan reclinatorios de iglesia, mientras giran en tono severo instrucciones sobre gorras, celulares y charlas con el vecino. En las mesas detrás de una barandilla de madera se apilan cientos de papeles que forman los expedientes del día. Becarios, abogados y funcionarios caminan de un lugar a otro en espera del inicio de las audiencias. De pronto, nos piden ponernos de pie: “la Juez Pratt preside la Corte”, anuncia en tono ceremonial uno de los ujieres.

Victoria Pratt no es una juez ordinaria. Hija de padre afroamericano y madre dominicana estudió abogacía después de enormes esfuerzos económicos y un par de fracasos para ingresar a la escuela de leyes. Fue asignada a la corte de Newark para replicar el modelo de corte comunitaria que meses antes había conocido en Brooklyn. Ahí observó que medidas terapéuticas o clínicas y, en general, sanciones alternativas a la prisión, sí inciden en la disminución de la reincidencia y, a la postre, en las tasas de criminalidad. También, que una constante e intensa supervisión judicial sobre un programa individualizado de intervención, crea incentivos a la modificación de patrones de comportamiento, y que un trato justo y basado en el respeto por parte de las autoridades incrementa notablemente la disposición de los destinatarios a cumplir sus determinaciones.

La juez Pratt no se ve a sí misma como la boca muda que sólo pronuncia las palabras de la ley, según la vieja expresión de Montesquieu. Su función, dice, es resolver problemas: atender la causa del delito y sus efectos, usar la autoridad del juez para inducir la responsabilidad del delincuente, prevenir la repetición de la conducta ilegal a través de una respuesta proporcional y adecuada al perfil del ofensor. El juez no debe simplemente escuchar hechos, analizar pruebas y fijar una sanción: debe crear una solución a la medida de las necesidades del caso, coordinar su implementación, asegurar su efectividad.

En esa agitada mañana, la juez Pratt hizo aplaudir a los presentes después de escuchar la lectura de un emotivo ensayo que encargó, a modo de sanción, a un joven acusado por posesión de drogas; ordenó a una dependencia municipal revisar las condiciones de convivencia en un asilo de ancianos, tras recibir una demanda de una mujer contra uno de sus vecinos; reanudó una audiencia para fijar la libertad bajo caución que había suspendido una semana antes debido a que el acusado se había negado a presentarse con el pelo recogido y a conducirse en la corte con el respeto debido; suspendió la comparecencia de un estudiante universitario beneficiario de una beca federal, que había sido detenido por posesión de drogas para que fuera persuadido de las consecuencias de una condena en su educación y en su futuro.

Unos instantes antes de despedirnos, la juez Pratt me señaló a un lánguido y callado protagonista de las audiencias. Recordaba bien el día en que lo condenó a tratamiento para su adicción a la heroína. Cuenta que al salir de la corte lo observó de lejos recogiendo un pedazo de papel para depositarlo en un contenedor de basura. Dio uno pasos, se encontró con otro objeto tirado sobre la acera e hizo lo mismo. Así, por varias horas, uno después de otro, atrapado en la prisión de una esquina, entre su mente y el basurero. “No podemos tratar ese caso como cualquier otro”, me dijo. Ahora acude a tratamiento para obsesión compulsiva y lleva 14 días sin consumir drogas. Sonríe, no se siente amenazado por la corte. Se despide de lejos de la juez. “Te veo en dos semanas”, sentencia Victoria.


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