Sin seguir el camino de Singapur

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Siempre escuchamos a políticos, analistas, académicos y conversadores de café opinando sobre el uso de la fuerza del Estado.

Algunos coinciden en que solo es lícito que la ejerzan los gobernantes que acrediten tener “autoridad moral”.

Así de clara la idea, así de subjetiva la aseveración y así de peligroso el postulado.

Con diversas palabras afirman lo mismo los dicentes “defensores de indígenas” —a los que tildan en privado de “indios piojosos y pestilentes”— y algunos que dictan conferencias magistrales en hoteles de lujo y universidades privadas. Consideran que únicamente los funcionarios honestos pueden restablecer por la fuerza el orden y la paz social perturbados por la violencia de disidentes, anarquistas, activistas, luchadores sociales o simplemente criminales.

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Ese contundente criterio, que parece irrefutable, suele expresarse con el repetido reclamo: si de Sonora a Yucatán a diario se cometen corrupciones —sean gubernamentales, privadas o mixtas— que generan grandes riquezas mal habidas, ¿con qué derecho “los de arriba” reprimen “la protesta social” (?) de “los de abajo”?

Sí, entre más grande es el poder que se desvía de su justo ejercicio mayores son los males que acarrea. Por eso la reconstrucción nacional para lograr el orden, el progreso y la paz exige a familias y gobierno emprender una cruzada educativa y cultural que forme auténticos ciudadanos y, simultáneamente, ir limpiando de arriba hacia abajo la vida pública del país. Pero ello no implica llegar al absurdo de postergar la acción cotidiana del Estado requerida para garantizar el ejercicio de los derechos fundamentales de la población.

El saneamiento y la modernización de las instituciones políticas y sociales de toda nación deben ser tareas permanentes y, por ende, siempre inacabadas. Repugna a la razón sostener que mientras las autoridades constituidas no gocen de buena reputación y se les niegue popularmente —o no merezcan reconocérseles— “autoridad moral”, los criminales sigan diciendo “ancha es Castilla” al cometer sus fechorías. Nada favorece más al delincuente que el caos.

Cuando los niños y jóvenes más pobres son condenados a lo peor por falta de servicios educativos; cuando trabajadores, empresarios y profesionales no pueden ejercer sus actividades y pierden sus patrimonios; cuando familias y pueblos enteros quedan en absoluta indefensión ante violadores, secuestradores, ladrones y asesinos es porque vivimos en un Estado fallido. No debe tolerarse que grupo alguno, grande o pequeño, desquicie la vida de la población. El gobierno, bueno, malo, popular o impopular, debe usar la fuerza que le da la ley para REPRIMIR eficazmente a los violentos, sean ricos o pobres, respetando derechos humanos y garantías constitucionales; en esa tarea es inexcusable el firme apoyo de los ciudadanos.

Para salir de este infierno, sin recurrir a la “limpia” brutal de Singapur, debemos unirnos sociedad y autoridades contra los delincuentes, se hallen éstos dentro o fuera del gobierno.


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