Según veo en las notas que acostumbro poner en mis libros, el próximo año se cumplirán 40 de que leí La Cristiada. Se trata, ésta, de la obra más completa, imparcial, insuperable, así lo creo, sobre ese trágico e incomprendido episodio del siglo XX mexicano que fue la guerra cristera. Para su elaboración, el historiador francés Jean Meyer invirtió siete años de trabajo.
En la pág. 146 del tomo 1 –la obra consta de 3- se lee: “El general Eulogio Ortiz mandó fusilar a un soldado (del Ejército federal) en el cuello del cual vio un escapulario, (y) algunos oficiales –escribe Meyer- llevaban sus tropas al combate al grito de ‘¡Viva Satán!’, y el coronel ‘Mano Negra’, verdugo de Cocula, murió exclamando: ‘¡Viva el Diablo!’”.
¿A qué viene lo anterior? A que con motivo de la visita del papa Francisco a nuestro país no faltaron por ahí dos, tres columnistas trasnochados, cuyos nombres no vale la pena mencionar, que aprovecharon la ocasión para escribir que quedaron muy atrás los conflictos provocados por los “fanáticos cristeros” apoyados por la Iglesia.
Ni una cosa ni la otra. Ni los combatientes fueron “fanáticos”, como despectivamente y durante décadas se ha dicho de ellos, ni los apoyó la Iglesia, es decir, la jerarquía eclesiástica. ¿Puede haber mayor fanatismo que el que pinta, sin desperdicio, el breve pasaje arriba transcrito, similar a muchísimos del mismo tenor que se pueden encontrar en el libro de Meyer?
Se dirá que una cosa, despreciable por supuesto, fue la torva conducta de ese par de militares, ellos sí fanáticos, el general Ortiz y el no menos sanguinario coronel Mano Negra, y otra muy diferente la posición de los altos dirigentes políticos postrevolucionarios. No, ni remotamente, porque unos y otros eran igualmente fanáticos.
Como prueba de lo anterior, bastará simplemente con leer el artículo 130 de la Constitución de 1917 y la atroz Ley de Cultos para darse cabal cuenta de qué lado estaba realmente el fanatismo. No es posible extenderse aquí en el análisis de ambos textos jurídicos. Dentro de una o dos centurias los mexicanos del futuro se preguntarán sin explicarse cómo fue posible que sus ancestros del siglo XX hayan podido soportar durante setenta y cinco años esas disposiciones tan arbitrarias como gravemente violatorias de derechos humanos fundamentales.
En el tomo 1 de su obra, Meyer trae un recuento puntual del apoyo que los cristeros recibieron de la jerarquía eclesiástica. Por cierto, dice que el mote de “cristeros” lo acuñó el gobierno en son de burla (p. 101). Escribe que de los 38 obispos que entonces había una “mayoría indecisa (de 25 prelados) dejó en total libertad a los fieles de defender sus derechos, como mejor les pareciera, una decena les negó el derecho de levantarse (en armas), y tres los alentaron a tomar las armas” (p. 19), que fueron los de Huejutla, Tacámbaro y Durango.
En cuanto a los sacerdotes, que Meyer calcula en cuatro mil al estallar el conflicto, afirma que únicamente “quince fueron capellanes cristeros, 25 estuvieron implicados, directa o indirectamente, en el movimiento, (y sólo) 5 tomaron las armas” (p. 43). En otro pasaje indica que 100 fueron “activamente hostiles a los cristeros” y 65 se declararon “neutrales”. Con tan precario apoyo, que ni siquiera llegó a 50 de un total 4 mil, ¿se puede decir en serio que la cristiada fue efectivamente un movimiento patrocinado por la Iglesia?
Sobre el supuesto fanatismo de los combatientes cristeros, Meyer trae numerosos testimonios en sentido contrario. Va uno: El 19 de marzo de 1929 en la batalla de Cocula, una columna cristera muy inferior en armamento y municiones derrotó en toda la línea a los soldados federales. El jefe de éstos, el mayor Rodríguez, dijo a su vencedor:
“Ud ganó, pero vea la diferencia que hay entre una gente y otra. Ud. manda hombres con verdaderos ideales, que pelean como soldados; yo una bola de cobardes que no sirven para nada. Nos dicen de Uds. que son hordas cristeras indisciplinadas y sin jefes, pero veo que es todo lo contrario”. (p. 298).
Estoy plenamente consciente que temas como éste lo mejor es no abordarlos. Para no abrir innecesariamente una herida. Salvo cuando sea preciso que la verdad se conozca, porque sólo “la verdad nos hará libres” (Sn Juan 8, 32). Y más, como en el caso, se trata de actores, dice Meyer, que “carecieron de historia, de justicia y de gloria”.
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