Reformas inevitables

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El Sistema Nacional Anticorrupción, que comprende catorce modificaciones a la Constitución, fue aprobado con grandes expectativas en la Cámara de los Diputados y hoy la minuta está en el Senado.

Aprobar la Ley General de Transparencia y el Sistema Nacional Anticorrupción es impostergable o debería serlo si en verdad hemos comprendido que la profunda crisis de confianza y credibilidad en las instituciones, la política y los políticos ha tocado fondo; de otra forma el escenario inercial para el sistema político y para el país sería decadente y en algún sentido terminal.

A lo largo de la historia de la humanidad es una constante el fin de los imperios y civilizaciones, por invencibles que parezcan, que han sido presa de la corrupción ante la degradación de las élites gobernantes y el debilitamiento de las instituciones por el abuso sistemático del poder y el abandono de las responsabilidades más elementales. De manera que inevitablemente se cumple el Dictum de Acton, aquella sentencia del historiador Lord Acton quien en 1887 afirmó que «el poder tiende a corromper, pero el poder absoluto corrompe absolutamente» y cuando eso sucede no hay muralla que resista, ni simulación que oculte la debilidad de un régimen donde se ejerce el poder por el poder en forma absoluta y autoritaria, sin contrapesos, en detrimento de sus gobernados.

Durante la discusión de las propuestas de transparencia y anticorrupción, presentadas como un paquete de iniciativas ante el Congreso en ambas Cámaras, no han faltado los argumentos y ya se han expresado todas las razones; lamentablemente tampoco han faltado los hechos que confirman el deterioro institucional y que escandalizan a la opinión pública a lo largo y ancho del país. Son hechos de corrupción que han puesto en evidencia y en jaque a autoridades de los tres órdenes de gobierno y de los tres poderes –incluido al presidente de la República y a su secretario de Hacienda- independientemente de la tranquilidad con que los asuman los señalados o de la apuesta al olvido en medio de la crisis económica y de seguridad que envuelve a la agenda nacional.

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La más elemental responsabilidad de ética pública exige que estos acontecimientos denigrantes se investiguen y se aclaren, respetando la presunción de inocencia y sin ventajas indebidas por tráfico de influencias; hacia adelante se requiere que el país cuente con las instancias y facultades en los órganos de transparencia, de rendición de cuentas y jurisdiccionales para resolver cualquier caso de corrupción que se presente con la solvencia, imparcialidad y eficacia que se requiere. En otras palabras, que se instale sin cortapisas la agenda que garantice la integridad en el ejercicio de las responsabilidades públicas y que no haya lugar a dudas sobre la determinación de combatir la corrupción, asegurando el acceso a la información, acotando la discrecionalidad y erradicando la impunidad, que tanto daño ha hecho a un país generador de desigualdad e injusticia como el que hoy tenemos.

El camino recorrido por ambas iniciativas ha sido largo y cuesta arriba, comenzando por la dilación con que fueron procesadas en las comisiones hasta llegar a la integración de los dictámenes. En días pasados el Senado finalmente alcanzó acuerdos satisfactorios en la Ley General de Transparencia, la iniciativa fue aprobada por amplia mayoría y hoy la minuta se encuentra en la Cámara de Diputados sin que exista certeza sobre el calendario para su aprobación.

En medio de las circunstancias que atraviesa el país resulta fundamental no echar en saco roto las obligaciones que se derivarían de esta ley; entre sus virtudes se encuentran la de transparentar los recursos públicos de fideicomisos, sindicatos, partidos políticos y fondos públicos así como los recursos de los tres Poderes y órganos autónomos del Estado; este dictamen además prevé procedimientos de denuncia y sanción por incumplimiento de estas obligaciones y el establecimiento del Sistema Nacional de Transparencia y Acceso a la Información Pública.

El Sistema Nacional Anticorrupción, que comprende catorce modificaciones a la Constitución, fue aprobado con grandes expectativas en la Cámara de los Diputados y hoy la minuta está en la Cámara de los Senadores. Sobre su prioridad e importancia un día sí y otro también se hacen declaraciones que expresan el compromiso de los distintos grupos parlamentarios, particularmente las expresadas por los coordinadores del PAN, sobre su responsabilidad con un tema que fue impulsado de origen por Acción Nacional mismo. Sin embargo, a la fecha hay oídos sordos, no hay claridad y en cambio sí existen todo tipo de objeciones soportadas en «tecnicismos» que amenazan con diferir su discusión a un eventual periodo extraordinario de sesiones después de las elecciones o para la siguiente legislatura, lo que desde todos los ángulos sería un despropósito y una aberración.

A un mes de que concluya el periodo legislativo, en víspera de las vacaciones de Semana Santa  y con el proceso electoral a cuestas la agenda por la transparencia y la rendición de cuentas parece no vivir sus mejores días; por razones de conveniencia o comodidad política parecen más las objeciones que los impulsos para lograr la aprobación de la ley general de transparencia y el sistema anticorrupción en las Cámaras y esto no es bueno para un país urgido de llenar los vacíos de poder que tienen al Estado mexicano en la materia y muy necesitado de razones para creer y para esperar en la acción de la política y en los beneficios de la vía democrática.

A pesar de los obstáculos y la adversidad que enfrentan estas minutas el mes de abril es propicio para que se concreten siempre y cuando exista la voluntad política de las partes, una voluntad irrestricta que no puede ni debe faltar cuando está de por medio la viabilidad del país y de la democracia como sistema de vida, cuando a los políticos se les pone en la picota y a los legisladores se les cuestiona y castiga con el más amplio descrédito, entre otras cosas, por la falta de respuestas oportunas a los grandes problemas que enfrentamos.

 

 

 

Con una posición clara en el debate sobre el poder, George Bernard Shaw decía que «no es cierto que el poder corrompa, es que hay políticos que corrompen al poder»; sea de una forma o de otra o para que el poder no termine corrompiendo a los servidores públicos, lo que nos toca hacer es tomar decisiones sobre las leyes e instituciones que combatan frontalmente la corrupción y la impunidad.


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