Estamos ante dos expectativas, únicas, irrepetibles y de enormes consecuencias para México.
La primera de ellas es el nuevo aeropuerto internacional que se construirá en terrenos propiedad del gobierno federal, ubicados en el Estado de México y aledaños a la capital.
Obra portentosa —por admirable— que, si se ejecuta con honestidad y patriotismo, pondrá al país en los primeros lugares en materia aeroportuaria. Requerirá de cuantiosas inversiones, generará miles de empleos temporales y permanentes, directos e indirectos; aumentará el tráfico de personas, bienes y servicios, y favorecerá nuestra hermandad con los demás pueblos de la Tierra. Producirá múltiples beneficios para las comunidades contiguas, y nada justificaría que lo impidieran fanáticos y argüenderos.
Ante ello, los mexicanos tenemos dos deberes:
1) Apoyar con toda decisión y sin vacilaciones al gobierno federal —presente y venidero, pues la construcción rebasará este sexenio— así como contrarrestar el trillado activismo de “luchadores sociales” que tratarán de abortar el proyecto con “macheteros de Atenco” y encapuchados, profesionales del vandalismo.
2) Que los ciudadanos y las organizaciones sociales exijamos al gobierno absoluta legalidad y transparencia en su proceder, para que no se produzcan las consuetudinarias tracaladas de algunos funcionarios asociados con empresas de amigos y cómplices que al final reporten las cuentas del Gran Capitán: “Por picos, palas y azadones, mil millones”.
Ante la desconfianza de los ciudadanos, la salida fácil pero irresponsable sería oponernos a todo y distanciarnos de las autoridades. Lo pertinente será apoyar, vigilar y exigir, con determinación y rigor, el buen proceder del gobierno.
La segunda expectativa, DE NO MENOR TRASCENDENCIA, consiste en el destino que se dará a los terrenos que ocupa el actual aeropuerto.
No hay metrópoli en el mundo que a tan solo siete kilómetros de su plaza central pueda disponer de varios cientos de hectáreas para revertir, en gran medida, los efectos del caos que la falta de planeación y de autoridades honestas ha producido, con monstruos tan agresivos como el llamado DF.
Existe la propuesta de financiar el proyecto con el importe de los terrenos que quedarán libres, dándolos a empresas privadas, para negocios privados. O sea, “que del mismo cuero salgan las correas”; solución cómoda, rápida y criminal, pues hay otras formas para allegarse los recursos, sin agravio del interés social. Y no es verdad que por pertenecer el predio al gobierno federal únicamente a él corresponda decidir. En cuestiones de esta trascendencia deben ser tomados en cuenta, por elemental responsabilidad de bien común y de apego al Derecho Público, las autoridades locales, los urbanistas
—nacionales y extranjeros— más capaces, y los mexicanos que tengan algo que decir.
Evitemos que la pregunta del futuro sea: “¿Quiénes son más de culpar, los que abusaron del poder o quienes los dejamos abusar?”
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