‘Pinches indios piojosos’

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Se divulgó una grabación telefónica atribuida al abogado Vidulfo Rosales del Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan, asesor de los familiares de los 43 de Ayotzinapa, en la que, entre otras lindezas, los califica de “pinches indios piojosos”.

La autoridad debe investigar quién, cómo, por qué y para qué obtuvo y difundió esa conversación privada. El fin no justifica los medios y estamos ante una conducta antijurídica, típica y punible. Nada se hará al respecto, porque esos delitos son bocados de cardenal para la prensa y veneno mortal para adversarios.

El referido abogado negó haber hecho la llamada y comentó que con la actual tecnología se pueden manipular voces y contenidos. Un padre de los jóvenes exige que si Rosales dijo eso, “que lo diga frente a nosotros”. Otro padre afirma que “existe una estrategia para desprestigiar al movimiento”.

Pues, estando de moda los peritos extranjeros altamente capacitados, Vidulfo debiera pedir que la grabación se someta a un grupo de esos especialistas para que dictaminen si es o no su voz y si fue o no alterada la conversación.

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Tal vez el abogado esté cansado de convivir con quienes padecen dolor, fatiga y desconsuelo, pero ello no justificaría —de haberlos proferido— agravios de tal naturaleza. Cuando dije que los verdaderamente descalzonados son los líderes que dirigen a los que protestan desnudos en las calles, se me echaron encima los “defensores del pueblo”, los mismos que no han dicho ni dirán nada sobre la grabación difundida.

Pero no nos engañemos: el mayor desprecio a los indios suele provenir de indios con estudios o algo de poder. ¿Casos? Sobran, es suficiente constatar el comportamiento de líderes y caciques. No hay peor capataz que el de la propia raza, y “para que la cuña apriete, ha de ser del mismo palo”.

Es evidente que para ciertos grupos no interesa el destino de los muchachos, el dolor de sus familiares ni el castigo de los responsables —por eso no hablan de los policías municipales ni de los sicarios que están sometidos a proceso—, quieren que el mundo diga: “fue un crimen de Estado”. Alegan lo que solo puede ser fruto de la ignorancia o la mala fe, y que certeramente señala Juan Pablo Becerra-Acosta: “Sin cadáveres no hay caso cerrado”.

No importa que la criminalística, la ley y la experiencia en todos los países del mundo digan lo contrario. De ser válida esa tesis, El pozolero, que disolvió en ácido más de 300 cadáveres, debe ser puesto en inmediata libertad. De aceptarse ese enunciado, el derecho y la justicia deberán pasar de largo frente a los crematorios clandestinos.

Lo que procede es que los extranjeros entreguen sus conclusiones, que la PGR continúe su trabajo, con seguimiento de organismos internacionales, para llegar a lo que falta esclarecer, que se auxilie a las víctimas sobrevivientes y que los criminales —solo los criminales— paguen sus delitos. Lo demás es perder el tiempo y olvidarnos que, finalmente, todos terminaremos siendo: “casos cerrados”.


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