¿Pasados de moda…?

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Mis catequistas me vacunaron contra la desesperanza, encendieron en mi una fe absoluta en dios, me colmaron de alegría el espíritu y me enseñaron a amar las cosas pequeñas

Con motivo de la Semana Mayor

A los niños de mi generación nos mandaban a la doctrina, y utilizo el verbo “mandar” porque de mi voluntad no hubiera ido, era más lindo quedarme en casa jugando a las muñecas, o leyendo las historietas de “La Pequeña Lulú”, o traveseando, o de plano quedarme tiradota en la cama, desafanándome de la rigidez de la levantada diaria: 6 de la mañana, para estar a la 7:30 en la esquina esperando el autobús que me llevaba a la escuela. Yo amaba los sábados. A Rosario, mi madre, esto la tenía muy sin cuidado. A las 10 de la mañana yo tenía que estar en la sacristía de Nuestra Señora de Soledad, bañadita y desayunadita, con las decenas de chiquitillos que íbamos a hacer la Primera  Comunión en el mes de mayo.  

Nuestra catequista estaba puestísima, con librito en mano, muy seria y a darle. Nos arrancábamos con el listado de los vicios y enseguida las virtudes para combatirlos. Casi los oigo… recitaditos, como las tablas de multiplicar: “Contra la soberbia, humildad. Contra la avaricia, generosidad. Contra la ira, paciencia. Contra la envidia, caridad (ahora le dicen solidaridad) y contra la pereza, diligencia…”. 

Las catequistas de mi preciosa infancia nos enseñaban con infinita paciencia todos aquellos preceptos morales con los que pretendían, ni más ni menos, protegernos contra el desaliento, contra todo aquello que envenena el alma y oscurece la existencia y les impide a las personas ser felices. 

Nos dieron instrumentos para salir adelante con la fortaleza interior que tenemos todos los seres humanos. Nos prepararon para no evadir los desafíos que nos plantaría la cotidianeidad, para enfrentar los problemas y no sacarles la vuelta, y para confiar en nosotros mismos.  

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Nos dieron, también, antídotos contra esas tres gárgolas destructivas, como son la avaricia, la estupidez y el odio. Nada más pondere usted la devastación que han provocado en todos los tiempos. Las guerras -no nada más las armadas- anidan en ese despreciable caldo de cultivo. Son obstáculo consuetudinario a la hora de establecer relaciones interpersonales positivas. Y, por supuesto, en el seno de la comunidad, son causa de maltrato, de opresión, de conflicto y de violencia de todo tipo.

La estupidez, verbi gratia, si se lo permitimos, nos aísla, porque nos vuelve ciegos a la comprensión de la realidad, la propia y la de nuestro entorno, y cuando esto sucede se renuncia a pensar y a actuar de forma racional, y se tiende a buscar la realización personal en el consumismo compulsivo de OBJETOS. Se convierte en obsesión alcanzar todo lo deseable, NOMÁS PORQUE SÍ. Y así entra la avaricia a la escena, centrándose en la satisfacción de deseos particulares, incluso a costa de la felicidad ajena.

¿Y qué me dice del odio? Es hijo de la violencia que surge del egoísmo, se alimenta de la ira, del resentimiento, de la envidia, de toda esa marejada tóxica que conduce a las personas a actuar de manera irracional.

Hoy día, a la distancia de aquel entonces, visto ese ayer con el corazón y los ojos de mi adultez, le agradezco a mi madre que me haya enviado a la doctrina, no nada más cuando me mandó para que me prepararan para recibir la primera comunión, sino todos los sábados de mi niñez, porque entre sus enseñanzas y las que recibí de Conchita, Juanita y Petrita -mis maestras catequistas- me vacunaron contra la desesperanza, encendieron en mi interior una fe absoluta en Dios, me colmaron de alegría el espíritu -es fecha que no se me acaba- y me enseñaron a amar y a sumar las cosas pequeñas, porque es con ellas con las que se construye la vida plena.

Qué pena que ahora todos esos valores y principios ya no formen parte de lo imprescindible para la formación de las personas. Y quizá esa ausencia explique tanta soledad interior y lo que esta conlleva a quienes tienen la desgracia de cargarla en peso.


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