No los derrotó la derrota, no los derrotó la victoria

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Fue hombre íntegro, de los que en la vida es difícil encontrar; fue católico, sin exhibición ni ocultamiento; fue un Quijote que no enfrentó su señorío a molinos de viento, sino a la oprobiosa realidad de su patria; fue demócrata de verdad, no como los tartufos que pudren la vida pública y frustran el destino nacional.

Combatió la corrupción, pero sin violencia, rencor ni bajezas, y logró acuerdos con los poderosos para el bien de México. Vivió y convivió con todos, sabiéndose diferente de muchos. Esta difícil dualidad le resultaba sencilla porque nunca lo sedujo el poder, no lo impulsó el odio y no lo detuvo el miedo.

Entendió la intransigencia solo como virtud que cierra el paso a la injusticia, no como instrumento de obcecación egocéntrica en el acomodo político.

Fue pobre, pero honesto. Por su alto sentido del honor jamás hizo valer su escasa capacidad económica para tratar de acreditar grandeza moral. Bien sabía, como debiéramos saberlo todos, que para tener el alma saturada de veneno nada tiene que ver la riqueza, y que la peor miseria es aquella que, con dinero o sin él, hace vivir al individuo la perversidad de proclamarse merecedor de mandar, juez de todo y de todos, único sin mácula y depositario exclusivo del bien, de la verdad y de la “República Amorosa”.

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Amó a su patria, de manera especialísima a los indios de México, no como los falsos redentores que viven de ellos, de su ignorancia, de su debilidad, de su miseria.

Se entregó a la causa indígena, sin alimentar el rencor de los oprimidos ni guardar silencio ante la brutalidad de algunos “usos y costumbres” que, durante siglos, han hecho de sus mujeres mercancías intercambiables por animales, granos o bebidas embriagantes. Defendió los derechos humanos y colectivos de los descendientes de los llamados “pueblos originarios”. Pueblos ultrajados antes, durante y después de la Conquista hasta nuestros días, pues han resultado insuficientes o desviados los esfuerzos de curas, seminaristas, líderes, organizaciones y gobiernos, muchos genuinamente comprometidos y otros, no pocos, simplemente negociantes y embaucadores.

Por ello y por mucho más, el dolor por la muerte de ese hombre no será mayor que la alegría de saber que llegó a su fin —después de 96 años— una vida que, apoyada siempre por la de Blanca, su esposa, trazó caminos de virtud pública para los mexicanos, hombres y mujeres, de buena voluntad; ejemplo, sobre todo, para los jóvenes de hoy que desprecian el egoísmo, la corrupción y la mentira que tienen secuestrado el destino de su patria, pero que están dispuestos a hacer algo limpio por ella y por ellos.

La advertencia del líder y la realidad de la institución le exigen al PAN rectificaciones. Le dijo a su partido, a tiempo, fuerte y claro, cuando éste empezó a escalar mayores espacios de poder: “Si no nos derrotó la derrota, que no nos derrote la victoria”.

A don Luis H. Álvarez y a doña Blanca Magrassi nada ni nadie los derrotó. DESCANSEN EN PAZ, QUE MERECIDO LO TIENEN.


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