Ante el profundo vacío de liderazgo se espera con entusiasmo y euforia la llegada del papa Francisco.
En tiempo de tal cinismo y barbarie es imperativo prestar atención a las palabras, encontrar otras.
Enrique Díaz Álvarez
En los años cuarenta del siglo pasado, tres notables y extraordinarios mexicanos con sólida autoridad moral externaron un veredicto contundente: la Revolución Mexicana había muerto o bien había sido traicionada. Luis Cabrera, Jesús Silva Herzog y Daniel Cosío Villegas percibían el abandono de las proclamas revolucionarias.
A partir de esa fecha se siguió la vieja recomendación porfirista: mucha administración y poca política. La disciplina fiscal y monetaria permitió el desarrollo; sin embargo, se cuidó tanto la estabilidad política que no se impulsó la democracia hasta el albadazo del movimiento del 68 que anunciaba el agotamiento del sistema político. Desde entonces hemos deambulado en una malhadada transición democrática para encontrarnos hoy en una profunda descomposición política, social y moral.
Ante el profundo vacío de liderazgo se espera con entusiasmo y euforia la llegada del papa Francisco, aun cuando sus palabras seguramente sacudirán conciencias y señalarán fallas.
Por encima de creencias, hay que reconocer en este personaje del siglo XXI la capacidad de renovar el mensaje cristiano. Al transmitirlo con sencillez y franqueza, inspira credibilidad y confianza, requisitos previos para convencer.
En una señal de profundo humanismo, dice que el verdadero poder es el servicio o bien, cuando habla de las víctimas “de la cultura del descarte”. Condena a quienes convocan a la unidad, pero cuyas actitudes marginan irracionalmente a todo aquel que no coincide con sus ideas.
Su idea de “custodiar con ternura” atañe a la responsabilidad de los que están al frente de instituciones, cuyo compromiso es cumplir con sus funciones, rendir buenas cuentas en las tareas asignadas.
Expresa algo muy sencillo, pero lleno de sabiduría: “Lo hago de corazón porque es mi deber”. Ésa es la verdadera vocación, asumir con la mayor entereza e integridad una responsabilidad, desempeñar nuestras tareas con la pasión y el sentimiento de que se trata de una sublime forma de servir al prójimo.
Condena la “globalización de la indiferencia“. Efectivamente, en el siglo XXI no subsistirán las naciones que se aíslen. Inmersos ya en una competencia mundial hay que insistir en la recuperación de la solidaridad. Atenuar la competencia y propiciar políticas que involucren a todas las naciones en problemas que a todos atañen.
“Nuestro mundo necesita que se contagie la bondad”. Éste es un llamado certero a la congruencia, a predicar con el ejemplo, a que podamos presumir permanentemente el cotejo entre dichos y hechos, sobre todo en la clase política, que tiene en sus manos responsabilidades sociales.
“El verdadero líder no busca el consenso con su persona, sino con su misión”, sutil forma de combatir el populismo, la simulación y la mercadotecnia. Se trata de encontrar consensos en torno a ideas y vencer esa megalomanía de la que adolece nuestra clase política, deseosa de proteger su imagen sin importar los medios.
“El contacto es el único lenguaje que transmite, fue el lenguaje efectivo que proporcionó la curación al leproso”, implica recuperar esa primigenia obligación de identificarnos unos a otros.
Para concluir me remito a esa cita que reiteradamente hace de san Juan de la Cruz: “En el ocaso de nuestras vidas, seremos juzgados en el amor”.
Este líder sin igual estará con nosotros por pocos días. Ojalá tengamos la humildad para abrevar de su mensaje, de aprender algo de su ejemplo. Ojalá nuestra clase política asimile sus palabras y deje a un lado su indiferencia, su indolencia, su frivolidad.
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