A la memoria de Carlos Castillo Peraza.
La muerte de seres queridos, admirados o hasta desconocidos, nos da muchas lecciones, y generalmente, de manera cuasi mágica, nos hace ver a quien(es) ha(n) muerto con una nueva óptica. El dicho popular de que “nadie sabe el bien que tiene hasta que lo ve perdido”, se aplica de lleno cuando se va un ser querido. Pero la muerte nos llega a hacer cambiar también nuestra visión de la vida y hasta de nosotros mismos, según el caso.
Tratándose de seres queridos, su partida puede hacernos reflexionar sobre lo que pudimos haber hecho por ellos y no hicimos, y ahora la oportunidad se ha ido para siempre. Este es el tema de Ana María Rabatte: “en vida, hermano, en vida”… después es demasiado tarde.
Una muerte en particular puede enfrentarnos de pronto con esa verdad. La vida agitada de las grandes ciudades, o la dispersión geográfica de familias y amistades ha hecho que, sin darnos cuenta, permitamos que las relaciones familiares y amistosas se vayan erosionando. Volvemos la vista atrás en el calendario y de pronto nos percatamos de que a una persona de nuestro afecto la hemos dejado en el olvido por demasiado tiempo.
Ante esa reflexión, decido retomar el contacto con un amigo querido pero con quien no tengo contacto desde hace más tiempo del que quisiera creer. Con la intención de buscar al amigo, me encuentro abruptamente con la terrible e inesperada noticia: ese día ha muerto. Ya no hay remedio, ya nada puede hacerse, se ha ido y sólo nuestra propia muerte nos permitirá reencontrarnos en la vida futura.
La lección de la muerte del amigo es muy clara, a los amigos no hay que abandonarlos, hay que estar con ellos aunque sea epistolarmente. La verdad, es que nunca el mundo había tenido tantos medios de comunicación rápida y aún instantánea (en “tiempo real” como dice el argot técnico cibernético) para “mantener el contacto”.
El amigo que ya se fue no puede ni siquiera recibir nuestras disculpas: “perdóname por no haberte hablado en tanto tiempo”. Lo que ahora resta por hacer es volver la vista, la atención, nuestro tiempo, hacia los otros amigos y familiares a quienes no hemos visto, con quienes no hemos hablado ni les hemos escrito en mucho tiempo, y decirles: “hola, me había ausentado pero estoy de vuelta”.
Al amigo que debí buscar y cuya muerte me lo impidió, sólo puedo decirle: “Querido amigo, dejé de verte y hablarte y ahora, creyente en la vida eterna, sólo me queda enviarte mi pensamiento. El abrazo que no pude darte, la broma que quise hacerte, la historia que quise contarte, la confidencia que quise participarte, se los daré en tu memoria a algunos otros amigos a quienes también he descuidado. No quiero que su búsqueda me enfrente con la noticia que nunca recibí, por estar ausente: ‘lo siento, pero murió hace tiempo’. Me has dado una lección, pero otros amigos a quienes ahora buscaré y encontraré podré decirles: ‘hola, qué gusto de verte, ya no debemos dejar que el asedio de la vida mundana nos aleje’. Si, amigo que te fuiste, me has dado una lección y espero haberla aprendido, gracias a ti y a Dios, aunque haya sido una lección tan dolorosa”.
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