La ruta de los desaparecidos

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Hace algunos años escuche decir a mi mamá que prefería, con el dolor inimaginable que ello implica, enterrar a un hijo y saber dónde estaba que no encontrarlo jamás, que perderlo sin saber si seguía con vida o alguien más se la había arrebatado.

En una reciente investigación que, con perspectiva de género y junto con un grupo de expertos en materia de migración, realicé en Honduras, El Salvador y Guatemala, pude reunirme con autoridades, líderes de la sociedad civil, comprometidos con apoyar a víctimas de la violencia en su tránsito migratorio, y escuchar sus voces y las realidades que enfrentan. Sin duda al oír esas historias el recuerdo de aquella expresión de mi madre regresó con mayor fuerza. Para muchos padres centroamericanos la migración equivale a la desaparición de sus hijos.

En Honduras los “coyotes” tradicionales, es decir, mujeres u hombres que siendo parte de esa comunidad se dedicaron por años a ayudar a cruzar las fronteras de México y de Estados Unidos ya no existen más.

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Ahora es el crimen organizado el que se ha apoderado de este “negocio humano”. Ahora se venden paquetes “combos” que suman varios miles de dólares y cuyo monto se incrementa dependiendo si el paquete incluye un intento o más para cruzar estas fronteras.

Sólo que las reglas y los propósitos del crimen organizado nada tienen que ver con esos llamados “coyotes” que, conociendo a las familias que les pagaban sus servicios, tenían la misión de apoyarlos y de intentar llevarlos a su destino.

Visité a una religiosa que en un Centro de Atención al Migrante Retornado, en el aeropuerto de San Pedro Sula, está a cargo de recibir a mujeres y hombres adultos que a diario llegan de diferentes lugares.

El Centro dignifica a quienes han sido deportados y salvaguarda sus derechos humanos. De cada avión que aterriza, me dijo la religiosa, el cien por ciento de las mujeres han sido violadas, ya sea por las supuestas autoridades que van encontrando a su paso, o bien por las propias bandas criminales. Otras más ya no regresan porque su destino han sido las redes de trata; otras logran escapar de casas de seguridad de criminales en diversos estados de nuestro país, y otras más jamás regresarán y en sus registros quedarán como “desaparecidas”.

La mayoría de estas mujeres no querrán regresar a sus lugares de origen porque ya vendieron lo poco que tenían para pagar en abonos el paquete combo, o deben ya mucho dinero que pidieron prestado prometiendo que llegando a Estados Unidos enviarían las remesas para saldar sus deudas, o bien, son rechazadas porque saben que en su camino han sido ultrajadas.

Las mujeres se preparan para iniciar estas rutas, no sólo con lo mínimo indispensable y con las historias que otras mujeres y hombres ya les han contado. Se preparan también con la toma de anticonceptivos. Si para los hombres la ruta puede ser mortal, para las mujeres los riesgos y las vejaciones se multiplican.

Los criminales están al acecho a pocos metros del Centro a donde apenas están aterrizando, y para un buen número de ellas la única opción será echarse nuevamente a los brazos de estos criminales, e intentar nuevamente esa ruta que mantiene una rendija de esperanza de encontrarse con los suyos una vez libradas ambas fronteras.

Los desaparecidos por el narco, por criminales de todo tipo, por quienes se dicen autoridades y son un eslabón más de muerte y terror, la suma total que reporta el registro oficial elaborado por el Sistema Nacional de Seguridad pública son mil 360 personas que desaparecieron durante los primeros cuatro meses de este año en México; en promedio once nuevos casos todos los días. Con ello, ya son casi 26 mil las personas cuyo paradero es desconocido.

Para las familias de todos estos seres humanos desaparecidos, para sus padres, parejas, hijos, hermanos, amigos sus sueños son ahora pesadillas cotidianas.

Bien dice mi madre, prefiero el dolor de enterrar a un hijo que la angustia e incertidumbre de un dolor sin límites por no saber nunca más sobre su vida. Por no saber jamás dónde está y qué sucedió aquel día en que al despedirse prometió regresar, para no volver jamás.

No existe aún la palabra [que defina a] los padres que han perdido un hijo.

Tampoco existe para siquiera poner letras a las familias de los desaparecidos en su intento por tener una vida mejor.


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