México, una nación con una riqueza cultural y económica considerable, enfrenta un desafío estructural persistente: la desigualdad de oportunidades. Un análisis reciente del Centro de Estudios Espinosa Yglesias (CEEY), plasmado en su «Informe de Movilidad Social en México 2025: La Persistencia de la Desigualdad de Oportunidades», subraya que el origen socioeconómico de una persona sigue siendo un predictor determinante de su destino, un fenómeno que se entrelaza intrínsecamente con los niveles de pobreza en el país. Lejos de ser un país intrínsecamente pobre, México es una nación profundamente desigual, donde la narrativa de la meritocracia a menudo enmascara realidades estructurales que limitan el ascenso social y perpetúan la precariedad económica para vastos segmentos de la población.
La movilidad social intergeneracional en México es notablemente baja, especialmente para aquellos en los extremos de la distribución de la riqueza. El CEEY, a través de sus estudios, ha demostrado consistentemente que aproximadamente el 30% de la desigualdad de ingresos y riqueza en el país se atribuye directamente a la desigualdad de oportunidades. Esto significa que factores como el hogar de origen, el nivel educativo de los padres, la riqueza familiar inicial y la región de nacimiento influyen de manera desproporcionada en las posibilidades de vida de los individuos, más allá de su talento o esfuerzo personal. La noción de que «los pobres son pobres porque quieren» es una falacia que ignora las profundas barreras estructurales que impiden el progreso de millones de mexicanos.
El impacto de esta desigualdad de oportunidades en la pobreza es directo y multifacético. A pesar de cierto progreso reciente en la reducción de la pobreza laboral, con una caída al 33.9% en el primer trimestre de 2025 —el nivel más bajo desde 2005—, aproximadamente 44.2 millones de personas aún no logran cubrir el costo de la canasta básica con sus ingresos laborales. Si bien la pobreza laboral urbana ha disminuido, la pobreza en áreas rurales ha mostrado un aumento, evidenciando las persistentes brechas geográficas. La desigualdad de ingresos, aunque con algunas reducciones en años recientes (2018-2022) gracias a aumentos en el salario mínimo y el mejor desempeño de pequeñas empresas, sigue siendo un obstáculo formidable para una verdadera equidad. El Banco Mundial y otros análisis confirman que la pobreza y la desigualdad son fenómenos persistentes en México, con casi la mitad de la población viviendo en la pobreza y una parte considerable en pobreza extrema.
Existen marcadas disparidades regionales en la movilidad social y los índices de pobreza. Los estados del sur de México, como Chiapas, Oaxaca y Guerrero, presentan las tasas de pobreza más altas, a menudo superando el 50%, y experimentan una menor movilidad social intergeneracional en comparación con las regiones del norte y centro. Esta disparidad regional se correlaciona con un menor acceso a servicios básicos como seguridad social, salud, educación de calidad y servicios de vivienda, perpetuando un ciclo de desventaja para las nuevas generaciones. La falta de inversión en infraestructura y desarrollo social en estas regiones históricamente segregadas ha contribuido a esta persistencia de la pobreza y la desigualdad.
Además de las diferencias regionales y socioeconómicas, existen otras dimensiones de desigualdad. La pobreza laboral sigue afectando más a las mujeres que a los hombres, con 113 mujeres en pobreza laboral por cada 100 hombres a nivel nacional, aunque el indicador de pobreza laboral femenina mostró una mejora reciente. Esta brecha de género se acentúa en algunos estados, destacando la necesidad de políticas con perspectiva de género para abordar las barreras específicas que enfrentan las mujeres en el ámbito laboral y la movilidad social.
Las causas de la persistencia de la desigualdad son complejas y multifactoriales. Una distribución inequitativa de la riqueza y los recursos, impulsada por agendas económicas y políticas que históricamente han favorecido a los sectores más privilegiados, es un factor central. El modelo económico de apertura en México, si bien ha propiciado crecimiento en ciertos sectores, no ha logrado traducirse en una reducción significativa de la desigualdad y la pobreza para todos los actores económicos. La falta de oportunidades para los más pobres, la escasez de capital social y la pérdida de potencial humano debido a la pobreza evidencian las deficiencias de un modelo de desarrollo que no garantiza una participación básica y digna en el trabajo y la riqueza para todos.
En conclusión, el análisis del CEEY y otras investigaciones confirman que la desigualdad de oportunidades es un problema estructural y arraigado en México, con graves repercusiones en la persistencia de la pobreza. Si bien se han observado algunos avances en la reducción de la pobreza laboral, las brechas regionales y de género, así como la influencia desproporcionada del origen socioeconómico, subrayan la necesidad de políticas públicas más robustas y focalizadas que aborden las causas profundas de la desigualdad. Un enfoque que promueva una mayor movilidad social, garantice el acceso equitativo a servicios esenciales y fomente una distribución más justa de la riqueza es fundamental para construir una sociedad más equitativa y con verdaderas oportunidades para todos sus ciudadanos.
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