La clave está en rescatar el sistema de partidos

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¿Los pueblos tienen los gobiernos que merecen? ¿O los sistemas de partidos que merecen? Las dos cosas son ciertas. En el primer caso son los votantes los que pueden darse excelentes, mediocres o pésimos gobiernos. En democracia, la calificación que les otorguen a éstos va a depender del grado de interés y del sentido de responsabilidad con que la suma de los ciudadanos ejerza sus derechos y cumpla su deber político.

Salvo regímenes altamente autoritarios, existe sin duda estricta correlación entre excelentes ciudadanos y magníficos gobiernos. Y viceversa: pésimos ciudadanos y malos gobiernos. Se dirá que es una verdad de Perogrullo, y la es. Ah, pero cómo cuesta entenderla.

Difícilmente se podrán encontrar, -reitero: en democracia- casos que desmientan tal correspondencia. Cabe preguntarse en consecuencia, ¿por qué, entonces, si esa es una verdad sabida, cuando se tienen pésimos gobiernos un alto porcentaje de ciudadanos actúa como si desconociera esa verdad de Perogrullo o le importará poco?

El problema quizá se encuentra en el sistema de partidos. Antes de esbozar cualquier hipótesis, vale decir de entrada que una involución democrática, por llamarla de alguna forma, difícilmente se puede presentar en una democracia añeja, estable y bien consolidada. Por ejemplo en Suiza o en los países escandinavos. Porque en éstos, desde hace tiempo, han avanzado parejos sus gobiernos, sus sistemas de partidos y la madurez ciudadana.

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No es el caso, por supuesto, de las democracias de reciente implantación o emergentes. Como Venezuela, por ejemplo. País en el que hacia fines de la década de los 50 las dos principales fuerzas democráticas hicieron causa común para derribar a la dictadura y lo lograron. Vivieron entonces, copeyanos y adecos, una luminosa primavera democrática; que luego ellos mismos se encargaron de liquidar. Fallaron. Y al fracasar abrieron la puerta a un aventurero golpista de origen militar. El resto de la historia ya la conocemos.

¿A qué obedeció tan lamentable fracaso democrático? Al deterioro –creo yo- del sistema venezolano de partidos. Los dos principales, Copei y Acción Democrática, quizá uno más que el otro, se corrompieron en grado superlativo. Una estampa lo dice todo: un expresidente de ese país, otrora popular y luego populista, preso convicto por corrupción.

Si las cosas, que parecen ir por el mismo despeñadero, no se detienen y cambian en México, no será remoto que tengamos experiencias similares, pues materia hay de sobra para ver “peces gordos” tras las rejas.

Si el país estalla, nos podría ir peor que a Venezuela, pues elementos hay: corrupción de escándalo, impunidad de campeonato, inseguridad rampante, delincuencia organizada que parece estarle ganando la batalla al Estado, a pesar de lo que en contrario se diga. En fin, el pronóstico del futuro sencillamente es sombrío. De no haber reversa, todo esto no puede acabar bien.

¿Qué fue lo que sucedió? El esquema del viejo régimen, cuyos rasgos característicos eran la simulación democrática, la compra de conciencias, la cooptación, el patrimonialismo y el clientelismo, antes de que la democracia se consolidara luego de la transición, en lugar de desaparecer tal modelo, contaminó al sistema de partidos. Es decir, en lugar de desaparecer, se extendió. En particular afectó a los partidos que durante décadas dieron testimonio de apego a la ética y a los valores democráticos.

Lo que ahora se impone es llevar a cabo también –y quizá primero- el rescate de los partidos, al menos de los que perdieron o están en proceso de perder su antigua identidad democrática y ética. No hay alternativa. Las opciones llamadas independientes no son parte de una solución definitiva. Pueden actuar en los márgenes, pero jamás sustituirlos. Giovanni Sartori ha sido reiteradamente claro: imposible la democracia sin partidos políticos.


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