La libertad de expresión es un derecho fundamental que toda persona tiene, por ende, todos podemos informar y ser informados sin ningún tipo de limitante, de ahí que las investigaciones periodísticas –documentales, escritos, cine, entre otras– se basan en el principio básico de no revelar la fuente y así poder obtener un trabajo objetivo. Deseo señalar que a lo largo de este artículo describo cómo empezó el proyecto para documentar la vida de Joaquín Guzmán Loera. Quiero aclarar que cuando hago referencia a “el proyecto” o “nuestro proyecto” me refiero al proyecto que dirigiría, realizaría y ejecutaría únicamente yo junto con dos productores de Hollywood.
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Nací en la Ciudad de México. Mi madre es mexicana. Su padre también lo era, de Silao, Guanajuato, y su mamá era estadunidense nacida en El Paso, Texas. De esas raíces anglosajonas viene mi nombre: Kate. Mi papá es mexicano, nacido en Celaya, Guanajuato. Me hice actriz a temprana edad. El cine y la actuación han sido lo único que me ha apasionado y que, gracias a Dios, me ha dado de comer desde que tengo uso de razón, ya que mi padre también es actor y hemos vivido de este maravilloso oficio. Como actriz y cineasta siempre he buscado proyectos interesantes, fascinantes, retos para salirme de mi zona de confort. Es por eso que no pude decir “No”. Es por eso que decidí contestar un email y decir “Acepto”.
Desde hace algunos años convive otra pasión junto a mi gusto por el cine y la actuación. Por primera vez en mi vida me embarqué en algo diferente: tequila. No sólo me gusta tomarlo, me apasiona el agave que viene de la tierra. Es una bebida noble, el proceso es divino, pero sobre todo me gusta porque es México.
Hasta ahora no me ha faltado trabajo y no necesito dinero que no provenga de mi profesión como artista. Desafortunadamente en el amor no me ha ido igual de bien. Mi padre no quería que yo fuera actriz; me decía que era una carrera de “rechazo constante” y que para una mujer era aún peor, ya que sufrimos más en cuestiones del corazón. Qué verdad tan grande, comprendí después.
Hay ciertas vacaciones que a uno lo hacen reflexionar. Me sucedió después de un crucero con mi familia. Cabe mencionar que no me gustan los cruceros, nunca me han gustado; desde pequeña he sido retraída y me ponen nerviosa las multitudes. A eso se le suma el hecho de estar en medio de la nada, y pensar en la posibilidad de una “crisis existencial” en un momento así lo hace aún peor.
En esta ocasión iba toda mi familia. Recibiría 2012 con ellos, llena de amor, amor del verdadero, del real. De regreso a mi casa, sola y muy feliz de volver a la quietud –era un lunes en la noche–, quise recopilar todas las anotaciones que había ido dejando en cuadernos y notas: reflexiones, canciones y pensamientos escritos en los últimos años; reflexiones de cómo he cambiado mi forma de pensar a través de los 14 años que he vivido en Estados Unidos, una manera de conocerme más, lejos de mi familia, amigos y costumbres –muy arraigadas por cierto–, lejos de mi país. Preguntas sin respuesta acerca de la nación tan maravillosa que me vio nacer y donde hice una carrera: México lindo y querido. ¿Qué puedo hacer para ayudar? ¿Dónde hemos fallado como mexicanos? Lo más fácil es echar la culpa a los gobernantes, pero el cambio también empieza en uno mismo.
Me pregunto acerca de la gran diferencia entre la sociedad mexicana y la estadunidense, y también en lo que nos une: el crimen organizado. Quise guardar los textos en mi computadora. No soy escritora ni estoy cerca de serlo, simplemente me gusta escribir de vez en cuando, soltar aquello que a veces se aferra en mi cabeza solitaria. Lo hice. Sin haber transferido todo lo que encontré, hice un pequeño resumen y, ¡zas!…, lo tuitée. Me terminé mi copa de vino. Era alrededor de la media noche, cerré la computadora y me fui a dormir sin saber lo que se avecinaba. Sin poder imaginar que, aparentemente, Joaquín Guzmán Loera lee Twitter en su “tiempo libre” y me contactaría casi tres años después.
Como actor, uno interpreta personajes fuertes, débiles, violentos, adorables, detestables… Yo he interpretado un poco de todo, pero una caracterización se quedó en la mente de mucha gente y me atrevo a decir que aún está ahí, debido al gran éxito que tuvo alrededor del mundo. Este personaje sigue en mi corazón, igual que un par que no ha corrido con la misma suerte. Se trata de Teresa Mendoza La Mexicana, mejor conocida como La Reina del Sur –surgida de un bestseller del mismo nombre escrito hace más de una década por el español Arturo Pérez-Reverte.
Me entregué cien por ciento a Teresa Mendoza, me sumergí en el abismo de un personaje delicioso, que por cierto había perseguido años antes, sin suerte. Fue un gran riesgo como actriz, y el éxito me sorprendió en su totalidad. A pesar de lo duro (por decir una palabra suave) que fue la realización de dicha serie, valió la pena el desgaste físico, mental y emocional, las condiciones tan precarias en las que trabajamos por siete meses; gocé y sufrí al mismo nivel: Fue divino vivir el éxito que tuvo y que nunca me esperé.
Yo ya había terminado mi trabajo en esa serie, ya había dejado atrás a Teresa Mendoza, como lo hago siempre después de escuchar “¡Corte!”. De hecho, ya estaba preparándome para un nuevo reto: K-11.
Me pregunto si mi tuit habría tenido el mismo impacto si no hubiera interpretado a Teresa Mendoza. O, si no hubiera tenido el éxito que tuvo la serie, ¿se me habría atacado/aplaudido de la misma manera?
Lo que sucedió al día siguiente de mandar ese tuit y durante algunos meses más fue entre desastroso, vulgar y maravilloso. En medio de este caos, mi equipo (manager, agente, publicista) me pidió que borrara el mensaje. Me rehusé. Después de leerlo varias veces no encontré ni una palabra de la que me arrepintiera, incluso después de que me atacara mucha gente de muchos medios y hasta recibiera amenazas de fanáticos religiosos. Pensé que sería peor borrar algo que ya habían leído miles de personas, y más aún tratándose de algo en lo que yo creía y de lo que no me avergonzaba. Fue una carta a corazón abierto, y así lo sigo viendo hasta el día de hoy.
Muchos dijeron que “me creía” La Reina del Sur y que por eso escribí ese tuit. Nunca “me he creído” mis personajes después de enterrarlos. Mis personajes se quedan en el set, pero entiendo que no todos los actores trabajamos igual. La serie estaba teniendo un éxito rotundo y por eso comprendí que así lo visualizaran algunos. Estaría en un hospital siquiátrico si Blanca, la prostituta de American visa; Laura, la tratante de personas de Trade; Elena, la alcohólica de Julia, o Mousey, la transexual de K-11, me hubieran afectado de la manera que –se dijo– Teresa Mendoza lo hizo. Ahora bien, quiero compartir que sí me identifiqué con Teresa en varias ocasiones: mi segundo matrimonio iba ya en picada, Teresa y yo sufríamos juntas.
Los ataques, amenazas y gritos no se hicieron esperar y contribuyeron a mi inestabilidad emocional en las semanas siguientes a mi tuit. Me sentía como pollo descabezado. Ajá, así exactamente. No sabía para dónde ir. Con las emociones a flor de piel y el dolor de ser atacada por compartir mis creencias y, al mismo tiempo, halagada al recibir apoyo de gente que admiro y respeto, hablé con mis padres tratando de ocultar “la falta” que me achacaban. Lejos de mi familia –a la que siempre acosan los periodistas a causa mía–, me sentía responsable: Estaba frustrada, ya que la prensa estaba afuera de la casa de mis familiares y ellos no tenían ni idea de “la Chapocarta”, nombre que le dieron a mi tuit.
Estaba sola luchando contra los demonios, mi propio equipo y hasta algunas amistades. Pero no lo borré. Mi equipo me exigía que pidiera disculpas públicas. Me volví a rehusar. ¿Por qué disculparme? ¿Qué pasa con la libertad de expresión? Sería autocensurarme. Algo me decía que tenía que mantenerme fuerte y leal a mi pensar.
El acercamiento
Ya habían pasado tres años del famoso tuit. Estaba grabando en Miami Dueños del Paraíso –irónicamente otra narcoserie, nombre que ahora se da a las series y telenovelas cuando sus protagonistas se dedican al narcotráfico, ya sean personajes reales o ficticios–. Recibí una llamada de mi santa madre diciéndome que me estaban buscando para una película grande. ¡Si ella tan sólo hubiera sabido de quién se trataba en realidad! Como siempre, me preguntó si podía dar mi dirección de correo electrónico. Cuando me buscan por medio de mis padres prefiero tratar directamente antes de que contacten a mi manager, así que di la autorización.
El correo electrónico que recibí no decía mucho: una persona se presentaba y me pedía una cita para hablar del proyecto. Le contesté que el domingo era mi único día libre y que con gusto nos podríamos ver para tomar un café. Me respondió que ni él ni su equipo podían viajar a Miami y me pidió que yo fuera a México. Después de un intercambio de correos explicándole que no podía viajar por el momento, terminé pidiéndole que me mandara el guión para que ni ellos ni yo perdiéramos tiempo. La verdad estaba un poco desesperada por la hermética forma de tratar el asunto.
Después de aproximadamente tres semanas me llegó un nuevo mail. Ahí se leía: “Somos los abogados de Joaquín Guzmán Loera”.
Entendí todo. Mi cabeza se fue rápidamente a las “fantasías” de periodistas que, años antes, me preguntaban si El Chapo Guzmán me había contactado a raíz de mi tuit, algo que en su momento me causaba gracia. Mi corazón se paró por unos segundos antes de empezar a latir a una velocidad increíble. Creo que de hecho tuve un miniinfarto. Empecé a sudar, palidecí, mis manos temblaban.
Joaquín Guzmán Loera fue arrestado el 22 de febrero de 2014, y el correo electrónico de su abogado fue en septiembre del mismo año. No recuerdo el día. “Si no pueden venir, entiendo, yo voy. ¿Cuándo?”, les dije.
La única manera de que yo no faltara a la grabación de la serie era ir y venir el mismo día. Los vuelos al Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México no eran opción. Así que renté un avión privado. Como buena escorpión prefiero tener las cosas bajo mi control. ¿Valía la pena el gasto? Ni siquiera lo pensé.
Hice los arreglos necesarios para salir en mi siguiente día libre. Esa jornada, recuerdo, me desperté a las 6 de la mañana, pues había programado el vuelo a las ocho, rumbo a Toluca, Estado de México. En realidad no dormí la noche previa; si acaso logré pegar los ojos fue por una hora. Me bañé, tomé café; ese café me supo diferente. No sabía qué me esperaba, mis decisiones eran robóticas, estaba como hipnotizada, no quería pensar mucho, no me quería arrepentir. Al llegar al hangar, sentí la necesidad de decirle a alguien que tomaría un vuelo. Me pregunté: “¿Qué tal si algo me pasa? Nadie va a saber”. Antes de viajar siempre le llamo a mis padres, pero tampoco era una opción.
Miles de preguntas me venían a la mente mientras caminaba lentamente hacia el jet. El calor húmedo de Miami no me ayudaba, ya estaba sudando. Sabía que estaba poniendo en riesgo muchas cosas. Tomé una foto de la cola del avión y se la mandé a Jessica, mi amiga casi hermana. Estaba segura que ella no me haría preguntas: “Amiga, asegúrate que yo regrese hoy mismo, si no, busca este avión, sin preguntas, por favor, no te preocupes”, a lo que contestó: “Estaré pendiente, que Dios te acompañe”.
Seguí caminando, cada vez más cerca del avión, mi familia se me venía a la mente, mi trabajo. Una vez que los pilotos me dieron la bienvenida a bordo, por alguna razón dejé de sudar, me sentía en paz. De hecho, entusiasmada. La curiosidad podía más que yo. El vuelo fue bueno, la turbulencia… estaba en mi cabeza. Al llegar al aeropuerto internacional de Toluca me aseguré con los pilotos de que regresaríamos esa misma tarde a Miami. Bajé del avión, era aproximadamente la una de la tarde.
Al pisar suelo mexicano sentí algo poco común en mí: una especie de escalofrío que me hizo temblar. Hacía un poco de frío. Otra vez empezó mi cabeza a dar vueltas, mi corazón estaba a punto de estallar, no sabía qué iba a encontrar al otro lado de la pista. Esta vez caminé con prisa, tal vez la taquicardia me dio otro ritmo. Al entrar al edificio de la terminal para pasar migración, me tomé un par de fotos con los empleados que me reconocieron.
Me detuve al ver a dos hombres vestidos de traje obscuro. Supe que eran ellos, porque inmediatamente me dieron la bienvenida con un gesto. Ambos de mediana edad, muy cordialmente me saludaron de mano y me indicaron que me subiera en la parte trasera de un vehículo pequeño, nada ostentoso. Eso me hizo sentir más tranquila. En la película que me había hecho en la cabeza, un convoy de camionetas blindadas con un escuadrón de hombres armados venía por mí. Nada que ver.
Me preguntaron en qué restaurante quería comer. “En el más cercano, unos tacos me hacen feliz”, les dije. “De ninguna manera”, y aunque estábamos en Toluca afirmaron: “El señor nos encargó que la lleváramos al mejor restaurante de la Ciudad de México, si se entera que la llevamos a unos tacos, nos mata”… Dios mío, dios mío, ¡¡¡DIOS MÍO!!!
Instintivamente contesté: “¿Cómo? ¿Literal… los mata?”. Parece que les hizo gracia mi tono más que la pregunta; nos reímos, me dijeron que les parecía muy chistosa y me relajé. En realidad fue una broma de muy mal gusto de mi parte. Terminamos yendo a un restaurante cerca del aeropuerto de Toluca. Estaba casi vacío, pero aun así ellos pidieron que nos dieran una mesa privada. Caballerosamente me jalaron la silla para que pudiera sentarme.
La plática fue muy directa. Durante nuestra reunión me mantuve muy atenta. Tenía la garganta y el estómago cerrados, el hambre se me fue por completo; estaba sedienta, mi boca estaba seca, pero me parecía que podría malinterpretarse si no ordenaba algo de comer, así que pedí algo ligero. Ellos me explicaron que el Sr. Guzmán había recibido varias ofertas de estudios de Hollywood para hacer la historia de su vida. Estando preso, era un sujeto ideal para “contar” su historia, sería el único narcotraficante (y el número uno, según la DEA) que en vida lo haría.
El Sr. Guzmán se rehusó a darle los derechos a todos… excepto a mí. ¡¿A mí?! Darme los derechos de su vida… ¡¿A MÍ?! “¿Por qué yo?”, les pregunté. “Porque la admira, la respeta y confía en usted plenamente. Le tiene respeto porque usted habla la verdad, no se anda con poses, por ese tuit donde a él lo menciona, porque es valiente y porque quiere que actúe en su película, ya que le gustó mucho su trabajo en La Reina del Sur”.
Lo primero que respondí –después de procesar lo recién escuchado– fue que yo tenía un nombre, una carrera y una hermosa familia, la cual no estaba dispuesta a perder haciendo una comedia romántica acerca del Sr. Guzmán. Lo que yo quería era documentar la vida del hombre a quien la nación más poderosa del mundo había nombrado enemigo número uno. Quería hacer algo que nadie hasta esa fecha había logrado, no por falta de ganas, sino por el hermetismo y desconfianza que, por mí, Guzmán Loera dejó atrás. Les dije que no podría decir mentiras acerca de quién es él, que esto era algo vital para poder seguir adelante. Ellos me respondieron: “Quiere decir la VERDAD, dejar las cosas claras acerca de muchos falsos, quiere hablar de su infancia y del porqué empezó en el negocio”. Agregaron que mi tuit, donde le pedía varias cosas, lo hizo pensar. Acepté. Me hicieron muchas preguntas acerca del mundo del cine, estaban muy interesados. Terminamos de comer, pidieron la cuenta y me llevaron de regreso al aeropuerto.
Una vez que me dejaron ahí, y ya mucho más relajada al ver que se despedían de mí diciéndome adiós con la mano mientras yo cruzaba la pista para subirme al avión, pude sentir que la garganta se me abría, la taquicardia ya no me acompañaba. Abracé a los pilotos, y han de haber pensado que las mexicanas somos muy apasionadas. Me devolvieron el abrazo. Ya en el avión mi cabeza seguía dando vueltas y trataba de recapitular cada palabra dicha en la reunión. ¡No lo podía creer! El señor Guzmán estaba dispuesto a darme el testimonio de su vida a mí, Kate del Castillo Negrete Trillo. Todo el vuelo me fui pensando en la gran responsabilidad que me había echado encima. Al llegar a Estados Unidos, subieron perros antidrogas al avión, me revisaron todo, y yo, “cara de palo”. ¡Estaba segura que mis nervios delatarían con quién estuve! Sentía que los perros me olerían… en fin, mil cosas me pasaron por la mente. Taquicardia de nuevo. Me hicieron varias preguntas, “cara de palo”, estaba segura de que alguien de la DEA me había seguido. Paranoia. Ya en mi departamento le mandé un mensaje a Jessica: “Ya en Miami, amiga, todo bien”.
Al día siguiente, en mi llamado para Dueños del Paraíso, irónicamente tenía que hacer una escena en la que mi personaje, Anastasia Cardona, traficaba droga a Estados Unidos. Nunca me sentí tan “en personaje”. No podía creer cómo la realidad y la ficción, a veces, no están tan lejanas.
En Miami conocí a uno de los dos productores que, por su experiencia en la industria de Hollywood, sería perfecto para presentarlo con los abogados del Sr. Joaquín Guzmán Loera e iniciar el proyecto.
La segunda fuga
La noche del segundo escape de Joaquín Guzmán (el 11 de julio de 2015), me encontraba en un bar de Los Ángeles celebrando una de las peleas que mi amigo Oscar de La Hoya patrocina en apoyo de los nuevos boxeadores. Admiro la disciplina del box, más si se trata de apoyar talentos nuevos. Siempre me han parecido trágicas y fascinantes las vidas de los pugilistas.
Recibí una llamada telefónica, y me quedé muda al escuchar que Joaquín Guzmán Loera había escapado. El techo del lugar –azul celeste– y su barra llena de botellas de tequila se volvían cada vez más pequeños a pesar de mi cercanía. La mesa de billar donde mis amigos mostraban su talento se volvía, con cada frase, más caótica, junto con mi palpitar. Colgué sin que la persona al otro lado de la línea terminara su reporte. Se me bajó la presión, todo se volvió un mundo de cristal, frágil, con un ritmo lento, casi en pausa. Mi visión se volvió borrosa, no escuchaba nada más, el sonar de las bolas de billar me retumbaba en el vientre. ¿Y ahora? ¿Qué pasaría con el proyecto? Salí corriendo del lugar sin dar explicaciones.
Una vez en mi casa abrí mi computadora. El sonido de las bolas de billar y los golpes secos de los boxeadores todavía me taladraban, esta vez en la parte alta de mis sienes. Joaquín Guzmán Loera se había escapado, por segunda vez. Me pareció INCREÍBLE, como a todos (es decir: inverosímil). Un escape de película, sin duda.
Mientras estaba preso, yo le pregunté a uno de sus abogados si podría mandarle una nota, pues quería agradecerle su confianza en mí. La respuesta fue positiva, se la harían llegar. Él respondió con una carta escrita con su propia letra, se refería a mí como “amiga” y firmaba “Joaquín Guzmán L”. Me impresionó mucho ver una carta de su puño y letra, en la que describía, entre otras cosas, su cena de Año Nuevo: “Amiga, me dieron pavo y una coca de a litro”. No fue sólo una carta, y todas las guardo aún.
Todo me daba vueltas. ¿Cómo iba a cumplir con el proyecto? Cuando estaba preso todo era más fácil. Yo planeaba mandar a un escritor al Altiplano a que se sentara con él y escuchara la historia de su vida de principio a fin, y así empezar a darle vida a la película. Sería tan fácil… pero ahora todo estaba acabado. Reflexioné: ¿qué va a ser de México? Pensaba en las personas que estaban a cargo de la seguridad de Joaquín Guzmán, ¿qué iba a pasar? ¿Cómo nos va a ver el resto del mundo?
La narcopolítica… México, mi doloroso y golpeado México. Me invadió una fuerte electricidad, me entraba por las manos y los pies… frustración, indignación. ¡¿Una vez más?! No dormí esa noche, aunque es usual en mí, ya que sufro de insomnio. Pero hay un abismo enorme entre aceptar el insomnio como un amante que llega en las noches, como dice el libro del escritor Alberto Ruy Sanchez, y un insomnio por angustia e incertidumbre. Alberto dice en su libro Elogio del insomnio: “Porque este insomne goza sus insomnios. En medio de la obscuridad, cada insomnio es felicidad luminosa, la luz que se vuelve el ámbito donde el inmenso placer de contar y escuchar historias toma existencia”. ¡Cómo te recordé, querido amigo Alberto! Mi existencia era LA historia y ahora se me había escapado de las manos.
Al poco tiempo fui a Marbella. Desde hacía años yo no visitaba España, donde había grabado una de las escenas más fuertes de La Reina del Sur: Teresa Mendoza se entera de la traición del padre del hijo que espera y, ahí, en Puerto Banús, zarpan en el Sinaloa, el barco nuevo de Mendoza; una vez en alta mar, El Pote, perro guardián de La Mexicana, termina con la vida de Teo Aljarafe, padre del hijo que Teresa lleva en el vientre: “La traición no la perdonan en mi tierra”… ¿Irónico? Sin duda.
En Marbella me encontré con uno de los productores que colaborarían en la película sobre El Chapo. No había mucho que decir, sólo nos vimos a los ojos con cariño y un poco de humor. Al enterarnos de la fuga, cada uno había padecido la frustración en su respectiva soledad. Nos abrazamos, seguros de que ya no habría proyecto. Muy en el fondo existía cierta decepción. No lo sé. Nos despedimos en total desesperanza.
La llegada de Sean Penn
Pasó algún tiempo hasta que volvieron a contactarme. Estaba estupefacta. ¿Cómo podían acercarse cuando todo el mundo estaba buscándolos? El señor quería que yo siguiera adelante con el proyecto. Me comuniqué con los productores inmediatamente. Las circunstancias habían cambiado. Uno de ellos me dijo que Sean Penn quería sentarse a platicar conmigo. En ese instante comencé a investigar sobre él, no como actor, sino como filántropo, como activista, como ser humano. Es un hombre consciente de lo que pasa en el mundo y realmente ha hecho algo para mejorarlo. Acepté.
Nos vimos en un hotel en Santa Mónica, California. Era el 22 de septiembre, y el productor ya estaba ahí. A los pocos minutos llegó Sean, en jeans y una chamarra tipo James Dean. Les advertí que yo no tenía mucho tiempo, ya que ese día recibiría la ciudadanía estadunidense. Sean paseaba su mirada profunda, penetrante; mejor aún, limpia, transparente. Al menos eso sentí. Su cabello, completamente canoso y abundante, su cara con marcas de experiencia, me dieron total tranquilidad. Confianza absoluta.
Me sorprendió su manera de dirigirse a mí, cordial pero al grano. Lo que los dos queríamos era hacerle preguntas al Sr. Guzmán, conocer su historia para poder documentar, discutir el proyecto y, finalmente, reforzar las palabras de mi tuit “trafiquemos con amor…”.
Me disculpé con Sean y el productor y me fui a recibir mi ciudadanía. Le llamé a mi papá para comentarle los sentimientos encontrados que tenía en ese momento, no de mi plática con Sean precisamente, sino acerca de convertirme en ciudadana americana. Fue un debate emocional dentro de mí pero pensé que, votando en Estados Unidos, puedo ayudar más a mis paisanos inmigrantes que, como yo, buscan mejores oportunidades de vida y que, con el dolor que eso conlleva, tienen que salir de nuestro país.
Viajé a Guadalajara el 25 de septiembre a celebrar el cumpleaños de un gran amigo. Antes de ir, avisé a los abogados del Sr. Guzmán de mi viaje, pues quería preguntarles en persona si era posible agendar una reunión con el señor. Los vi en el restaurante del hotel donde me hospedé con mis amigos. Los abogados y yo nos pusimos de acuerdo en cómo me iba a comunicar con Joaquín Guzmán: por chat.
No lo podía creer: entablé comunicación con el hombre más buscado del mundo en ese momento. Las manos me temblaban, sudaba, no podía expresarme bien. Así es como planeamos nuestro encuentro. Le dije que me acompañarían los productores –quienes financiarían el proyecto– y Sean Penn, un famoso actor de Hollywood. Con Sean a bordo, tendría más credibilidad. Aceptó. Contacté a mis tres acompañantes y les pregunté si de verdad estarían dispuestos a que nos reuniéramos con él.
Joaquín Guzmán Loera vive horas extras, consideré. Para él, mientras más pronto nos juntemos, mejor. Así es que hice arreglos entre nosotros cuatro y su gente; sería un viaje fuera de la ficción de las películas que Sean, los productores y yo estábamos acostumbrados a realizar. Me quedó claro que es verdad que entre actores hay una conexión y un lenguaje mudo entre miradas. Un periplo sin regreso, no podíamos echarnos para atrás, ya era demasiado tarde, era un hecho.
El viaje fue organizado y pagado por mí, si bien tiempo después Sean me dio una parte del dinero que costó. Lo pensé como una inversión para el proyecto, el cual podría ser una película, pero también un documental, un libro, etc. Tenía en mis hombros un peso gigante. Estaríamos visitando al prófugo número uno, gracias a la confianza que depositó en mí. ¡¡¡¡Qué presión tan cabrona!!!!
Cara a cara
El día anterior a nuestro viaje, Sean estuvo en mi casa para ultimar detalles. Yo tenía un par de invitados y el maravilloso mariachi Los Reyes, que me acompaña cuando la nostalgia por México me gana. Sean y yo nos tomamos una foto con ellos.
Me preparé para la partida. Llena de preguntas y temores, pero también decidida y fuerte, no estaba sola.
Fue el 2 de octubre del año 2015. Fui la primera en llegar al hangar en la ciudad de Van Nuys, California. El vuelo estaba programado para las 8 de la mañana. Calurosa mañana. Me pregunté si mis tres compañeros llegarían o, tal vez, habían decidido no arriesgarse a última hora. Yo traía puestos unos jeans negros, botas, una tank-top negra, una chamarra gris y mi cinturón de la Virgen de Guadalupe, así me sentí más protegida. Le preparé a Joaquín Guzmán un itaKate con una de mis películas (La misma luna); otra de Sean Penn (21 gramos) dirigida por el mexicano que nos ha hecho sentir tan orgullosos recientemente, Alejandro González Iñárritu; mi tequila; el libro que escribí hace tiempo, Tuya, y un libro de poemas de Jaime Sabines. ¿Por qué? No sé. Siento que en el fondo quise tocar su corazón, quise tal vez sensibilizarlo con poesía y cine.
Así que mientras esperaba a mis acompañantes, revisé todo. Mandé mensajes de texto a los tres, asegurándome de que tenían la dirección correcta del hangar. Sentada en la sala de espera, se sentó frente a mí un hombre que me saludó como si me conociera, y se ofreció a servirme café. Lo miré con desconfianza, ¿sabría algo? Tal vez era de la DEA, o tal vez un infiltrado del gobierno americano que nos sabotearía el viaje. Muy amablemente acepté el café para ver si, mediante su comportamiento, podía descubrir su verdadera identidad. No lo logré. Paranoia.
Al fin llegaron mis compañeros, con una sonrisa. Respiré. Siempre respiro y me tranquilizo, pero esta vez no ocurrió así. Los tres me saludaron con un fuerte y significativo abrazo. Estaba por demás decir algo. Nuestras miradas estaban ajenas a todo lo que pasaba alrededor. Entendimiento entre camaradas, todos de diferente nacionalidad, por cierto: Sean, estadunidense nacido en Los Ángeles, surfer de las playas de Malibú, California; yo, mexicana y ahora también americana, que había dejado mi país para seguir mi sueño como actriz; los productores… bueno, de ellos mejor no hablo, diré que son simplemente productores exitosos de Hollywood que me ayudarían a financiar el proyecto. Me sentí completa y protegida.
Subimos al avión autofinanciado, me persigné y volamos al viaje más cabrón que jamás haya realizado, por lo menos despierta. Siempre dudaré si lo soñé o realmente lo viví. En el avión se platicó muy poco. Al aterrizar nos esperaba una camioneta del hotel. Y al llegar ahí nos encontramos con uno de los abogados del Sr. Guzmán, quien nos pidió que, como medida de seguridad y para que no supiéramos a dónde íbamos, dejáramos nuestros teléfonos y cualquier otro aparato electrónico que trajéramos. No nos sorprendió.
A los pocos minutos nos recogieron un auto y dos camionetas de seguridad. Fue dentro del automóvil que nos enteramos que quien manejaba era nada más ni nada menos que uno de los hijos de Joaquín Guzmán. Después de aproximadamente una hora llegamos a un lugar donde nos esperaban dos avionetas.
Volamos cerca de dos horas y media. Mis colegas y yo le preguntamos al hijo del Sr. Guzmán si no nos vendarían los ojos, a lo que contestó: “¿Dónde está la confianza? Además, si los dejáramos aquí, ¿sabrían dónde están?”. La respuesta era no. La avioneta se movía demasiado, volábamos bajo. Sean se llevó un par de mis uñas clavadas en su brazo. Recordé que traía mi tequila, sin dudar le di un buen trago y lo compartí con mis acompañantes para amenguar los nervios de la turbulencia. Aterrizamos.
Un par de pick-ups ya nos esperaban. Viajamos alrededor de siete horas, entre la selva. No habíamos comido. Al llegar al lugar donde sería el encuentro me abrieron la puerta del copiloto y nuestro anfitrión me recibió con un abrazo. Deduje que era él porque me llamó “amiga”, ya que ni tiempo tuve de ver su cara en ese momento. Cuando finalmente le vi el rostro no lo podía creer, en verdad era él. Ya era de noche. De ahí en adelante no pude quitar mi mirada del hombre que había escapado por segunda vez de un penal de máxima seguridad. Tampoco quería ver mucho alrededor. “Mientras menos sepa, mejor”, pensé.
Nos esperaba una cena muy mexicana. A pesar de llevar tantas horas sin comer, el hambre se me quitó por completo. Yo traducía simultáneamente entre Sean y el Sr. Guzmán, muy concentrada en no cambiar palabras o ideas. Dentro de las muchas cosas que se hablaron, Sean preguntó al Sr. Guzmán si podía escribir un artículo para la revista Rolling Stone, lo cual me sorprendió totalmente. Yo no tenía conocimiento alguno de esto. También le preguntó si era posible tomarnos una foto para verificar nuestro encuentro, y él accedió. Cuando nos colocamos en un espacio donde había una pared blanca, vi por primera vez un arma; yo nunca vi hombres armados mientras estuve ahí.
Después de varias horas de plática, el tequila tuvo sus efectos en mí, los cuales no pasaron inadvertidos por nuestro anfitrión, quien me dijo que sería mejor que me fuera a dormir. Yo estuve de acuerdo. El Sr. Guzmán dijo que él me acompañaría. Hubo una pausa en la mesa, mis acompañantes me vieron con preocupación.
El Sr. Guzmán respetuosamente jaló mi silla y me acompañó. Caminamos por un pasillo, él me tomó del brazo. El corazón me latía a una velocidad que no sabía que era posible. En ese corredor, mientras caminaba llevada del brazo de Joaquín Guzmán Loera, no sé de dónde me salió valor para hablar. Pensé que si le molestaba lo que estaba por decirle, tal vez ésas serían mis últimas palabras: “Amigo, no se te olvide lo que te pedí en mi tuit, tú puedes hacer el bien, eres un hombre poderoso”. Él me veía con esa mirada penetrante que me atravesaba el cráneo; muy atento me siguió escuchando, continué con voz firme: “Y nuestro proyecto también va a servir para resarcir de alguna forma a las víctimas del crimen organizado, amigo, ¿cómo ves?”.
Tal vez mi voz estaba firme, pero todo por dentro me temblaba, me sentía una nada. Su mirada –que no me había quitado de encima– se clavó aún más en la mía. Miniinfarto, me quería morir. Segundos que me parecieron eternos, hasta que me contestó: “Amiga, tienes un gran corazón, eso me parece muy bien”. Yo seguía temblando por dentro, su mano en mi brazo me sirvió para no desvanecerme. El siguió hablando; me dejó claro que yo dormiría en la cama que estaba separada de las otras dos por un biombo, para mi privacidad. Después agregó que ya no lo vería, que él nunca duerme donde sus invitados por seguridad de éstos. Me abrazó y me agradeció haberle dado unas horas de felicidad. Y se fue.
No sé cómo caminé hasta el biombo, que me sirvió de bastón. Me acosté completamente vestida, pensando que si había que correr estaría lista; también por pudor, siendo la única mujer ahí. Cansada, con la presión del encuentro y los efectos del tequila, con todo y mi insomnio, me dormí.
Creo que una hora después nos despertó el abogado y emprendimos el viaje de regreso. Una tormenta se avecinaba, por lo cual no pudimos tomar las avionetas que nos habían llevado. Me pidieron que yo manejara de regreso y así lo hice. Llovía fuertemente. Después de varias horas de camino, llegamos por fin al hotel a bañarnos y recoger nuestras cosas. En el avión de regreso a Los Ángeles íbamos sólo Sean y yo, ya que los productores viajarían a diferentes destinos. La verdadera pesadilla la viví después del viaje. A partir de entonces, me pregunté: ¿Los productores, Sean y yo tendremos una historia que nos unirá para siempre? No lo sé. Y eso NO define quién soy. Gracias a Dios.
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