Estado y partidos

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En México, venimos arrastrando una práctica viciada casi desde el origen de nuestra vida independiente: la del hombre caudillo que decide todo e impone su voluntad.

Es más perjudicial un régimen de partido oficial
que un régimen de partido único.
Rafael Preciado Hernández.

 Hay dos instituciones de todos los sistemas políticos que deben caminar con entendimiento y en una relación estrecha de coordinación, mas no de subordinación. Son las más importantes para ir fortaleciendo la democracia. Casi es de Perogrullo: el Estado es el todo, su fin es el bien común; los partidos son las partes que confrontan distintas plataformas políticas para ganar el voto y, a través de las asambleas parlamentarias, alcanzar acuerdos para el beneficio de la comunidad.

Si los partidos son dirigidos desde el poder, llámese Ejecutivo, Legislativo o Judicial, están violando su normatividad interna, pues, de acuerdo con ésta, deben ser los órganos colegiados y los militantes quienes tomen las decisiones.

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Difícil alcanzar una relación con base en tres principios fundamentales:

1) El partido en el poder apoya las políticas públicas plasmadas en su plataforma electoral, previamente registrada ante autoridades electorales y con la cual se obtuvo el voto.

2) Los titulares de los órganos del poder deben permitir y respetar a los partidos para elegir dirigentes y candidatos; su participación en estos temas debe circunscribirse a los mismos derechos de otros militantes.

3) De haber un desvío en el ejercicio del poder de los funcionarios públicos, el partido que lo llevó al cargo debe deslindarse por lo menos. Si el caso es grave, proceder inclusive a su condena.

En el caso de México, venimos arrastrando una práctica viciada casi desde el origen de nuestra vida independiente: la del hombre caudillo que decide todo e impone su voluntad. En otras palabras, la realización del viejo refrán popular: “aquí sólo mis chicharrones truenan”.

Esta costumbre se acentuó cuando nació el PNR, abuelo del actual PRI. Plutarco Elías Calles mintió cuando convocaba a crear un sistema en el que prevalecieran leyes e instituciones y no los caudillos y hombres indispensables, al ejercer el llamado Maximato. Desde entonces, el Presidente de la República designó a su sucesor, a los gobernadores, a los senadores y diputados federales. A nivel estatal, los gobernadores hacían lo mismo con alcaldes y diputados locales. El problema radica en que esta práctica no concluyó con la transición democrática. El PAN y el PRD, desafortunadamente, asimilaron prácticas priistas y se siguió imponiendo la voluntad del hombre del poder. A esto hay que agregar que los gobernadores, al ya no tener “la espada de Damocles” pendiendo sobre sus pescuezos (la solicitud de su renuncia desde el centro), concentraron tal poder que caímos en el “feuderalismo”.

Es, además, grave la enorme penetración de algunos funcionarios públicos en la vida interna de todos los partidos. Las amenazas, las compras, la simulación; la sumisión de grupos parlamentarios, de dirigentes, partidos locales creados ex profeso para dividir el voto y garantizar el triunfo del partido oficial están a la orden del día. La figura del partido oficial –o también llamada partido de Estado– ha retornado con los antiguos y renovados vicios.

Es loable el esfuerzo de Ricardo Anaya y Agustín Basave y de otros partidos para dar un frente y detener esta grave y peligrosa amenaza de retroceso. Sobre las críticas de que no se pueden mezclar agua y aceite, o bien de que son partidos de ideologías diferentes, deben prevalecer los principios elementales de conducirse con honradez y transparencia, cumplir la ley y acabar con la simulación y la manipulación de la voluntad ciudadana.

A lo anterior agregaría a los órganos electorales a los que todavía les concedemos la remota esperanza de que cumplan con la ley.


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