El problema central del país en materia de seguridad es la inexistencia de policías suficientes, eficaces y confiables. Algunos datos (Guillermo Valdés, Historia del narcotráfico en México, Aguilar, 2013): con excepción del Distrito Federal que cuenta con un cuerpo de policía numéricamente suficiente (aproximadamente 93 mil agentes que da una tasa de diez policías por cada mil habitantes), el resto del país cuenta con 132 mil agentes estatales de policía, esto es, una tasa de 1.3 policías por cada mil habitantes. En el nivel municipal existen alrededor de 175 mil agentes de policía: una tasa de 1.6 policías por cada mil habitantes. Sólo 47 de los dos mil 500 municipios tienen un cuerpo de policía de más de 500 elementos. Los poco más de 300 mil policías locales tienen bajo su responsabilidad prevenir, investigar y perseguir nueve de cada diez delitos, incluidos los homicidios, secuestros, robo y extorsión. Al problema de la insuficiencia habría que agregar las cuestiones de “calidad” de las policías mexicanas: siete de cada diez policías tienen escolaridad básica (primaria o secundaria); seis de cada diez ganan cuatro mil pesos mensuales; sólo uno de cada cuatro ha recibido algún tipo de capacitación; 42 mil 214 servidores públicos de instituciones de seguridad y procuración de justicia de los tres órdenes de gobierno han reprobado los controles de confianza y siguen en activo (Causa en Común, “Pocos avances y muchos pendientes en las policías de México”, 2014). Pocas y malas policías, en síntesis.
Hasta 2008, el país no se había planteado con seriedad el problema de las policías. Después del Acuerdo Nacional por la Seguridad, la Justicia y la Legalidad, se concretó un sistema nacional de desarrollo policial que fija normas para el reclutamiento, profesionalización, especialización y actualización para todas las corporaciones de policía, así como un modelo de evaluación y control de confianza para reducir la probabilidad de corrupción. El propósito central fue depurar y fijar las condiciones mínimas de organización y el funcionamiento de las policías federales, estatales y municipales. En buena medida, se sancionó un consenso político sobre el tipo de policías que queríamos para el país: tres órdenes de policías, bien preparadas y bajo exigentes sistemas permanentes de evaluación. Avanzamos en la definición de una política pública sobre policías. Una política que impone deberes a todos y que, en teoría, de haberse aplicado correctamente, habría generado mayores capacidades institucionales para enfrentar a la criminalidad.
Tras el trágico recordatorio en los hechos de Iguala de que el crimen se ha apropiado de las estructuras políticas y seguridad, especialmente en el ámbito municipal, el Presidente de la República ha planteado como solución la desaparición de las policías municipales y la incorporación de una figura constitucional para disolver ayuntamientos infiltrados por la delincuencia. Soluciones extremas que, a mi juicio, parten de un diagnóstico incorrecto. En primer lugar, es falso que el problema de infiltración del crimen sólo aqueje a los municipios. El riesgo toca por igual a la Federación y a las entidades federativas. La tentación corruptora responde a razones de necesidad de la cadena delictiva. Sustituir policías municipales por estatales no va a evitar que la delincuencia busque controlar la corporación sustituta. El crimen se infiltra en las policías municipales por la sencilla razón de que pueden obstaculizar las actividades criminales. El argumento de que deben desaparecer las municipales para evitar la corrupción policial conduciría a concluir que se deben prohibir los bares porque ahí se hacen transacciones criminales o eliminar los taxis porque funcionan en muchas localidades como “halcones” de las bandas delictivas. El problema de infiltración sobre las policías es consecuencia de que éstas no se han depurado y de que son débiles los mecanismos de evaluación y vigilancia, y no necesariamente una derivada de su adscripción funcional al ayuntamiento. En segundo lugar, no hay evidencia de que las policías estatales son, por definición, mejores que las policías municipales. En el país hay experiencias buenas y catastróficas de unas y otras. ¿Qué explica esas experiencias? Después de seis años de experimentos de todo tipo, sí existe evidencia de que las policías que se han depurado y que se han fortalecido en sus procesos de certificación y profesionalización, funcionan mejor que las que han obviado el modelo de desarrollo policial y de control de confianza previsto en la ley. Ahí están los casos de las policías municipales de Juárez, Chihuahua y Querétaro o de la nueva policía estatal de Nuevo León. En ese sentido, la constante que ha generado mejores capacidades institucionales para combatir la criminalidad es el aumento de la oferta del servicio de seguridad pública y de sus estándares de calidad, con independencia de que los cuerpos se encuentren en la órbita de los municipios o de las entidades federativas. En tercer lugar, se ha vuelto un lugar común afirmar que el mando único resuelve los problemas de coordinación y, ahora, de corrupción de las policías. Tampoco hay información empírica que demuestre esta tesis. 26 entidades federativas han asumido alguna modalidad de “mando único”, de manera que en esas entidades los alcaldes no nombran de manera directa al jefe de las policías municipales. De las entidades que han mejorado su desempeño en seguridad, hay unas con mando único (Nuevo León) y otras que no (Querétaro). Estados como Michoacán, Guerrero, Estado de México, Veracruz y Tamaulipas, los que más problemas de seguridad tienen actualmente, funcionan con algún esquema de mando único. Así pues, per se, el mando único no resuelve problemas de inseguridad ni escala automáticamente las capacidades institucionales. De nueva cuenta, el éxito del modelo depende de qué tipo de policías se tengan y de los incentivos para aumentar su confiabilidad y eficacia.
La iniciativa del Presidente plantea la configuración de policías estatales únicas. El modelo implica no sólo la eliminación de la responsabilidad municipal en seguridad, sino el retorno a la concentración de las funciones de policía en una sola corporación (al estilo de la policía duracista), esto es, un modelo en contrasentido a la tendencia internacional que se ha decantado por la descentralización y la división en compartimentos estancos de las distintas subfunciones. Descentralización y especialización han sido antídotos claros a la corrupción policial, en razón de que incorporan mecanismos de competencia y equilibrio entre distintas corporaciones. Lógicas que, por lo visto, no le hace sentido al Presidente y a su gobierno.
El consenso sobre la política pública de seguridad debe revisarse. Decidir si mantenemos ese modelo o lo abandonamos. Pero con seriedad y responsabilidad. Es un paso crucial para el país que no debe hacerse sobre las rodillas o en las prisas que imponen los climas de opinión.
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