Eraclio Zepeda

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Cuentista, dramaturgo, novelista reciente, poeta retirado, exdiputado, maestro, antropólogo, luchador social. Heredero de la palabra por parte de su padre y de su abuelo; enamorado de la palabra en boca de su esposa; vocero de la palabra en el sinfín de relatos que lo mismo entristecen con la fatalidad que dicta la naturaleza que lo mismo divierten con el recurso al absurdo como método crítico a nuestra realidad, la de ayer y la de hoy. De pluma y voz entrañable, un cuentista irremediable. Un crítico irredento con el poder, de ésos que tanta falta le hacen al México de hoy.

La capacidad de Zepeda de combinar actividades e identidades se replica en su prosa; una escritura suelta que en unos relatos parece la vocera misma de la melancolía y en otros la estampa clara de la ironía. Zepeda asume la identidad nacional como una constante en su escritura. Con la meticulosidad que recuerda a Ibargüengoitia, el arraigo que hace pensar en Rulfo y el coqueteo permanente con el realismo mágico, Zepeda plantea la dicotomía, el contraste, como el hilo conductor de su narrativa. Al recuperar el tema indígena, es cuidadoso de replicar sus significados y sus significantes. Al comprender la palabra como manifestación del ser antes que del pensar, el autor se convierte en una figura de la tradición oral, de nuestra narrativa milenaria que se ha mantenido incólume hasta nuestros días.

Su obra se ocupa preponderantemente de la identidad nacional. “Únicamente se puede ser universal si se es profundamente nacional. Si tus raíces están bien asentadas en tu tierra, los frutos pueden estar en cualquier lugar del planeta”, dice Zepeda. El indigenismo y el mundo de rituales y mitos; el sincretismo que nos constituye y que una y otra vez nos hace debatirnos con la otredad; la naturaleza indomable, fatal, que se enfrenta a la comprensión parcial que ofrece la ciencia (El viento); el arraigo a la tierra, a la comunidad, a las costumbres (Patrocinio Tipá); la lucha armada permanente, en la que se evidencia la humanidad cobarde, vanidosa y torpe (Memorias antirreeleccionistas y Los pálpitos del coronel); las costumbres como asideros de comportamiento y orden social; la muerte, dispersa por tantos de sus cuentos, como un acto solitario e inevitable y liberador. En ello, la escritura de Zepeda se refleja perenne. De esa prosa atemporal que lo revela como antropólogo y que nos plantea y nos replantea los debates que nos definen como mexicanos.

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Si deconstruimos su obra en anécdotas y pasajes, muchos de ellos guardan una vigencia incuestionable. Por un lado, refleja convicciones férreas. Zepeda siempre ha sido un hombre de convicciones y tradiciones de izquierda: “La derecha no conduce a nada. Namás la izquierda. La izquierda va para el corazón”, dice, por ejemplo, el personaje de El embotellador de almas. Hoy podríamos debatir con Zepeda que la concordia y la discorida no dependen del lugar que se ocupa en el espectro político, sino del sentido de humanidad que se profesa, en la izquierda o en la derecha. A pesar de su portentoso raigambre revolucionario, Zepeda miró con escepticismo la insurgencia zapatista. No en razón de su causa, sino en razón de los métodos planteados para la lucha. En una entrevista con la revista Proceso reveló que fue propuesto por Luis Donaldo Colosio para encabezar la Comisión para la Paz frente al levantamiento zapatista, un levantamiento que, pensaba, era mediático, “un ejército para la televisión, no para pelear”.

Pero su activismo —que lo llevó hasta a participar en la revolución cubana— no puede entenderse como una faceta. La denuncia es la esencia de su obra. Obra que es manifestación del entendimiento de un orden regido por la memoria y por la verdad (Benzulul). La memoria como garante de la sabiduría, heredera de los padres. La verdad en una concepción que no se reduce a una cuestión moral, sino existencial; la palabra oral que siempre existe dentro de un contexto, a diferencia de la palabra escrita. La denuncia a autoridades que fusilan de manera inmediata al protagonista para no perder el tiempo con un proceso legal para el cual el acusado es insolvente. La denuncia a un sistema de justicia que criminaliza a los indígenas.

La complejidad del acuerdo (El mudo), los alcances de la incomunicación entre quienes se conciben distintos, aunque sean semejantes. El malentendido como el huérfano de la palabra, que hoy parece replicarse en los debates de oídos sordos y de palabras huecas que muchas veces atestiguamos en nuestro tiempo actual.

Pero también una y otra vez (Cervezas frías, Las terapeutas, Nuestros agentes de tránsito, por ejemplo), la denuncia, la burla de un gobierno absurdo, indolente, ostentoso, irracional. La crítica de un gobierno que ostenta la opulencia y deja en el abandono de la miseria al resto; que se cimienta en las formas que contrastan con el entorno; de un gobierno que asume causas que no comprende porque no conoce a quien las ha de vivir; de una denuncia vigente y permanente. De una denuncia que viene de la empatía y de la observación. De una denuncia que refleja una profunda humanidad y que, con ello, ofrece reconciliación. Un autor que eligió la fantasía para atestiguar una y otra vez la crónica crítica de nuestra realidad. Ésa es la voz de Eraclio Zepeda. Es la voz de nuestro Eraclio Zepeda, nuestra medalla Belisario Domínguez.


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