El poder de la indignación

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La indignación tiene un enorme poder, porque es una inequívoca señal de que se ha traspasado la zona del confort y de la indiferencia. Si indignación es un sentimiento de intenso enfado o disgusto que provoca algo o alguien que se considera injusto, ofensivo o perjudicial, entonces empezará a haber consecuencias.

Recientemente en una visita a Honduras tuve un encuentro con un grupo de jóvenes, entre los cuales había quienes participan activamente en las llamadas Marchas de las Antorchas. Su reclamo más importante es poner fin a la corrupción y a la impunidad. Sus protestas son pacíficas y han convocado a grupos más amplios de la población. Toda la dinámica política y probablemente la historia actual de Honduras no volverá a ser la misma después del poder de la indignación.

Son jóvenes mejor formados e informados, con expectativas crecientes y que ya no están dispuestos a seguir los patrones tradicionales de comportamiento político, electoral, o de escasa participación.

La indignación tiene un enorme poder porque:

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Rompe con la indiferencia y lleva a la acción. Hay muchas interrogantes sobre las consecuencias de este hartazgo generalizado, pero sin duda grupos que tradicionalmente no se habían manifestado o alzado la voz, ya han dado un paso al frente.

Reencuentra a los ciudadanos y los empodera porque se unen en propósitos comunes diversos liderazgos y sectores de la población; se encuentran esos países distintos que de otra manera nunca hubieran coincidido en un mismo espacio y propósito.

La indignación es una poderosa llave que abre puertas a la acción y también a perder los miedos para participar y exigir.

Provoca respuestas inesperadas e incluso inéditas. Inesperadas tanto de las autoridades y las élites, como de quienes se colocan del lado de la indignación. Porque, por un lado, las respuestas de quienes gobiernan o detentan poder pueden ir desde la indiferencia o la represión hasta la disposición para construir caminos de diálogo y mayor entendimiento –que suelen ser las menos comunes.

Por otro, el hartazgo provoca en muchos aspectos consecuencias inéditas y que ya no darán marcha atrás, como el caso del triunfo de los independientes en México, o la conformación de nuevos partidos políticos en otros países, o un posible destino al margen de las instituciones que significaría el peor de los desenlaces.

Las redes sociales son una herramienta poderosa que fortalece el poder de la indignación. Si las respuestas de partidos, gobiernos, empresarios y otros grupos de poder son las tradicionales, las brechas se harán más amplias y los reclamos también.

La censura o autocensura no logra los efectos en estas redes de comunicación, encuentro, denuncia y propuesta, que históricamente grupos de poder pudieron ejercer en tiempos aun recientes a algunos medios tradicionales. Con las redes sociales es imposible que algunos gobernantes manden a comprar a primera hora las publicaciones que los denuncian a los puestos de periódicos para que sus gobernados “no se enteren”.

Los indignados sí tienen voz, tienen la fuerza del hartazgo y tienen también poder de convocatoria.

La indignación es el despertar de ciudadanos que no se habían manifestado ni exigido, que son portadores de cientos, de miles de voces y de un ánimo generalizado y que ya traspasó las quejas en las mesas del café o en las reuniones familiares.

El poder de la indignación puede significar la gran esperanza y posibilidad para empezar a transformar aquello que ha provocado tanto enojo, y para reconocer que cada ciudadano tiene un poder real.

Pero puede ser también el principio de mayor frustración y enojo al no encontrar respuestas honestas y de compromisos reales, al no construir cauces institucionales de salida y solución.

Y aún más grave, el poder de la indignación puede terminar en consecuencias populistas, demagógicas o mesiánicas, en manos de líderes o grupos aún más autoritarios, corruptos y a quienes nada importa el Estado de derecho.

Una joven se acercó para decirme que era poco o casi nada lo que en realidad podían hacer, dado que el poder lo tenían “otros”. Y de inmediato un compañero suyo le respondió que su apreciación era falsa, porque ella tenía el poder de participar, actuar y proponer y que los “del poder” actuaban así porque justamente la renuncia del poder de cada uno de ellos había fortalecido a esas élites de las que hoy estaban hartos.

En nuestro país hay una indignación amplia frente a la corrupción, la impunidad, la frivolidad y la pérdida o ausencia de oportunidades. Pretender no reconocerla y seguir adelante como si nada estuviera sucediendo, bien podría ser el principio de caminos más adversos, inciertos y de pérdida de libertades.

El poder de los indignados mexicanos puede ser lo mejor que haya sucedido en muchas décadas, porque habrá ciudadanía que ya dio un paso al frente y no dará marcha atrás para regresar a la indiferencia o al enojo en solitario.

Y ahora, ¿para qué queremos este poder de la indignación? Para decidirnos a ser protagonistas de los cambios y transformaciones para una sociedad y un país que queremos y en el que soñamos, o bien, para que intentando un gatopardismo de cambiar para que todo siga igual, empecemos día a día la destrucción de la esperanza, de las instituciones y con ello también de un mejor presente y futuro.


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