El PAN tiene una curiosa y muy poco útil tradición: después de un mal resultado electoral, resuenan las campañas de la reflexión, se forman comisiones internas de evaluación, se escriben largos informes sobre lo que sucedió y lo que dejó de suceder. Es nuestra peculiar y timorata forma de achacarnos culpas, pero también la coartada de la que nos hemos hecho para evadir responsabilidades. El PAN ha sustituido las dinámicas de rendición de cuentas, esa cultura democrática de las consecuencias, con sesiones de sicoanálisis.
No se nos ocurre otra cosa más que echarnos en el diván para indagar sobre nuestro subconsciente. Las conclusiones suelen ser las mismas: gracias a los arrebatos de masificación, la institución se ha feudalizado y, por tanto, resolvemos dirigencias y candidaturas bajo motivaciones internas y no con sentido de rentabilidad electoral; preferimos que gobiernen los adversarios antes de que nuestro rival partidario se apropie del feudo; no nos preparamos con tiempo para competir —en términos de estructura, financiamiento, narrativa, programa, estrategia— porque estamos ocupados en el fatigante calendario interno. Cangrejos de tenazas largas y potentes que se pelean para que ninguno salga de la cubeta.
En el viejo modelo del partido de cuadros, la competencia interna resultaba virtuosa. No sólo era convicción o principio, sino también palanca para catapultar el mérito. El procedimiento indirecto para elegir dirigentes compensaba los impulsos coyunturales de la selección democrática de candidatos y, al mismo tiempo, garantizaba el equilibrio entre los intereses locales y el propósito nacional. La cohesión interna del PAN y su capacidad para presentarse como alternativa, respondía a un cuidadoso arreglo institucional que inducía al liderazgo, resguardaba la identidad ideológica y fomentaba el desapego de la dirección del partido frente a las ambiciones electorales de corto plazo. El paulatino arribo al gobierno modificó la estructura de incentivos internos: acceder al poder no era más testimonio sino una meta posible y, en consecuencia, la primera batalla por el poder se libraba en el control del partido. Ya en la oposición, coronamos esa absurda transición hacia una mala versión de partido de masas. Sin reparar en las implicaciones, germinó la idea de que el problema central de la institución radicaba en los métodos de elección de los dirigentes, cuando la realidad es que nuestra debilidad es fundamentalmente política: dejamos de representar y significar algo concreto y tangible para los ciudadanos. Entonces, nos rebasó el fervor democrático. Nos entregamos al impulso populista. Borramos de un plumazo el diseño ingenieril de nuestros fundadores. Y los problemas y las derrotas continuaron.
El PAN no necesita nuevas reflexiones, sino decisiones. Hacer política con sentido estratégico. En primer lugar, debemos evitar las competencias internas que fracturan la acción colectiva. De 2012 a 2018 habremos tenido cada año algún proceso interno para elegir dirigentes, además de los comicios para seleccionar candidatos. ¿Cómo nos vamos a preparar para la elección presidencial si en lo que resta del sexenio nos enfrascaremos ininterrumpidamente en disputas internas? ¿Cómo construir un partido unido en la permanente tensión por el poder interno? Necesitamos una dirigencia de unidad y un acuerdo de gobernabilidad para procesar nuestra pluralidad. Un gobierno interno fuerte que no esté bajo amago o chantaje de grupos o aspirantes. Una dirigencia con márgenes de maniobra para abrir al partido a la sociedad, para depurar el padrón de militancia, para atraer liderazgos sociales, para convertir en potentes candidaturas panistas los esfuerzos políticos de los independientes. Un gobierno en el que todos quepan y del que todos se responsabilicen.
En segundo lugar, la institución debe tomar el control de la sucesión presidencial. El partido no debe ser la plataforma de los aspirantes a Los Pinos. La ruta madracista de apropiarse de la institución para aventajar en la sucesión sólo agudizará nuestros males. La dirigencia debe ser árbitro, no jugador. Pero también deben contenerse los apresuramientos personales. El 2018 está aún muy lejos. Antes están las aduanas de once gubernaturas en 2016. ¿El 20% de la votación nacional, cinco gubernaturas y menos de un tercio del Congreso son suficientes para ser competitivos? ¿Cómo pedir el voto después de un nuevo revés en 2016? Para regresar a la Presidencia, el PAN no puede quedar secuestrado en los apetitos de unos. Antes necesitamos victorias. Victorias electorales sí, pero también políticas y anímicas. Triunfos de la acción y de las ideas, en suma.
Por último, el PAN necesita liberarse de sus complejos. Nuestro tiempo en el poder era finito. Sin duda. Pero tampoco hay duda de que regresamos a la oposición por pereza y falta de destreza. Pereza para defendernos y falta de destreza para convencer de lo que somos. Somos mucho mejor que otras opciones para gobernar. Lo tenemos que demostrar. Para ganar, como principio, nos deben gustar más las sillas del gobierno que las bancas de la oposición. Y, también, significar algo para los mexicanos. Nuestra trinchera es la libertad: en todo su sentido y en todos sus desdoblamientos. La causa que sigue para el PAN es la edificación de un auténtico Estado de derecho: la vigencia de la ley justa que potencia al individuo porque pone orden en la convivencia. Robustas libertades para ser, pensar, crear, decir, rezar o producir; Estado fuerte para que esas libertades sean materialmente posibles.
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