El macartismo de la corrupción

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Una foto tomada en un evento masivo es evidencia suficiente de contubernio…

Las listas del senador Joseph McCarthy eran el oráculo de la ira patriotera. El dedo flamígero del cruzado era suficiente para encender la lámpara del interrogatorio. La inquisición política no requería más evidencia que una delación o alguna afinidad con el enemigo. La incriminación no tenía que debatirse y probarse en un tribunal imparcial. Frente al Comité de Actividades Antiamericanas del Senado no cabía oponer la presunción de inocencia o las garantías del debido proceso. Bastaba la sospecha para desatar el castigo, la ignominia y la deshonra. Una democracia abandonaba la razón de la ley para asirse a la razón de Estado y protegerse de la amenaza externa. La seguridad nacional, por tanto, no podía quedar al margen de sutilezas legalistas. La guerra contra el comunismo justificaba las acciones extremas, las políticas de excepción, el patibulario mediático. Como en los juicios populares en contra de las brujas de Salem, la histeria y la infamia se convirtieron en la soga justiciera.

Las acusaciones y percepciones de conflictos de interés y de corrupción que penden sobre la clase política mexicana ha generado, con razón, una profunda indignación social. La falta de voluntad para aplicar y respetar la ley desde la política, la debilidad institucional y la ausencia de incentivos eficaces ha creado un contexto insoportable de impunidad. Con cada vez mayor intensidad, se exigen escarmientos ejemplares, cadalsos para ejecutar a todos los políticos, guillotinas para restablecer la salud pública. En este clima, se ha recurrido a la coartada de la corrupción ajena. En lugar de construir una política pactada de tolerancia cero y abonar en capacidades institucionales para inhibir las conductas veniales, se ha seguido por unos y otros la estrategia partidista de sembrar la sospecha en el adversario y de provocar silencios con la amenaza de la represalia. Como diría Javier Pradera, el paradigma político del “y tú más” para sortear el escándalo propio.

No estamos lejos de que se instale entre nosotros el macartismo de la corrupción. Una foto tomada en un evento masivo es evidencia suficiente de contubernio. El saludo en un evento público o privado, la ocasión de la transacción indebida. Las relaciones de amistad entre un contratista del gobierno y un servidor público, el indicio del conflicto de interés o la prueba del favoritismo. Una relación sentimental entre militantes de fuerzas políticas diferentes es el concubinato de la complicidad. No es necesario indagar sobre los contextos de la imagen fotográfica, del encuentro o de la relación personal. No se exige una mínima verificación factual de la sospecha. Todos somos corruptos o potencialmente corruptos por el solo hecho de vivir de la política, alrededor de la política o cerca de la política. El fotografiado aparece en la imagen no por descuido, sino por intención; el saludo seguramente estuvo así convenido por los titiriteros de la perversidad; a los empresarios y políticos no los puede unir más que el apetito del dinero; el amor es inconcebible en el cuadrilátero de las ambiciones políticas. El macartismo obvia los hechos, los datos, las pruebas para juzgar, porque es el juego de las incriminaciones y percepciones inducidas, de la infamia interesada, de la venganza miserable.

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Un ánimo colectivo contaminado por el desprestigio de la política y de los políticos es tierra fértil para que fecunde el linchamiento popular y las salidas autoritarias. Cacería de brujas para atemperar el enojo público, para recuperar credibilidad o alterar los pesos de las percepciones. Persecuciones en la asamblea justiciera que alberga la indignación. Listas negras, incriminaciones maniqueas u horcas mediáticas que sustituyen la búsqueda institucional de la verdad, la prueba de la responsabilidad, la sanción pedagógica. El pretexto del autoritario para perseguir y acosar adversarios. La solución, por supuesto, no es la amnistía, el olvido o el punto final para empezar de cero, como si las conductas o el pasado no hubieren existido. Es la paciente construcción de instituciones y reglas, el ejercicio escrupuloso de la facultad legal, el curso cuidadoso de los procedimientos legalmente establecidos. Es la justicia que subordina la infamia a la acción jurídica y las percepciones a los veredictos de la ley. La justicia que no deja la sanción a los periódicos o a la televisión. La justicia de las sentencias y no de las listas negras.


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