El drama del contraste actual

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Los acontecimientos en París de esta semana nos llevan a consideraciones que haremos bien en tomar en cuenta. Sin duda que la actual problemática mundial es compleja; aquí, nuestras propias experiencias en materia de inseguridad a diario nos lo subrayan. Las explicaciones reduccionistas no satisfacen, menos a un pueblo como el mexicano que tiene memoria histórica.

En Francia la sicosis que ahí se ha instalado se sobresalta con cualquier incidente. Algunos especialistas, analizando lo que allá sucedió, dicen que el terrorismo y sus horrendas consecuencias, que el Estado Islámico (EI) desata y amenaza con seguirlo haciendo en Europa, se explica como la justa retribución por los siglos de dominio colonial en el que la arbitrariedad y la discriminación fueron una constante implacable.

La violenta reacción del pueblo indio en 1857 a la prepotencia militar británica o la guerra de independencia de Argelia son dos ejemplos de justas sublevaciones. Sobran muchos casos más.

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El sentido común no consiente, empero, el que una ideología, por muy reivindicadora de males ajenos, reclute individuos para cometer los actos inhumanos que hemos visto perpetrados por los yihadistas.

Pero el islam ultraortodoxo que el EI expresa se ha propuesto redimir al mundo de las perversiones que se han ido acumulando a lo largo de los siglos en el liberalismo individualista, que constituye la estructura de la organización consumerista occidental. La insensibilidad individual y social a la que se ha llegado está a la raíz de la injusticia social que se extiende en el mundo.

El Estado Islámico se lanza contra el exagerado individualismo en occidente, que originó una insensibilidad hacia las obligaciones sociales, es decir, sentido de solidaridad.

Sin duda que, particularmente en Europa y Estados Unidos, el fenómeno llega al absoluto predominio de lo individual y la completa desconexión con los deberes que impone la solidaridad con los que menos tienen en una comunidad.

Es este hecho lo que establece la oposición entre las formas de vida que proponen el capitalismo liberal, por una parte, y la posición subyugada del individuo dentro de la comunidad a la que pertenece. La misma supeditación total de las persona a los dictados de la autoridad contrasta diametralmente con la tradición libertaria occidental.

La independencia con que se desarrolla el individuo en la sociedad liberal produce, por ejemplo, la proliferación de los aparatos de comunicación que se distribuyen sin límite en todas las capas y edades de la población de nuestros países.

En México, el que todos los niños y jóvenes ya hayan caído bajo el embrujo compulsivo de los celulares, las tabletas y demás instrumentos de comunicación no fortalece las relaciones entre las personas sino, por el contrario, las separa cada vez más en las islas individuales en que se va transformando la sociedad.

El proceso continúa con inercia propia corroyendo la comunicación familiar y arraigando la concepción del individuo como único árbitro de sus deseos, ya sean convenientes y justos.

El fenómeno es de crucial gravedad porque ya forma parte de la sociedad mexicana siguiendo el curso que le marcan, no los pensadores y educadores, sino los vendedores de equipos electrónicos.

El que el rumbo de la comunidad lo estén determinando los mercatólogos es una de las características más salientes de la cultura occidental que los fundamentalistas islámicos condenan.

Es obvio que la forma de corregir los vicios en que ha caído el sistema de libre empresa que entrega el sentido y rumbo de la comunidad al criterio de las ganancias, no es destruyendo antiguas obras de arte o esclavizando poblaciones inermes. La terrible y bárbara guerra que los grupos del Estado Islámico han desatado contra el imperialismo capitalista es la capa exterior. Su verdadera intención es la de aniquilarlo.

Para nosotros la lección es clara: seguir la ruta del consumerismo en todas sus vertientes nos lleva a adoptar los modos menos conducentes a la paz y solidaridad. Los ejemplos abundan en la sociedad norteamericana del comercialismo más crudo. En México, como vecino, no sólo somos testigos sino, lamentablemente, imitadores de muchos de sus defectos.

El drama que se desenvuelve en Francia, que esperamos no continúe en otros países, nos da mucho para pensar.


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