Hace unos días, los medios de comunicación dieron la noticia de la desaparición física de don Luis H. Álvarez, sin duda, uno de los personajes más respetados de la clase política mexicana en los últimos años. Un hombre que entendió, como pocos, que la política no es un fin, sino un instrumento al servicio de los demás, al servicio del bien común. Quiero en esta columna dejar testimonio de mi admiración y respeto a la figura de don Luis y mi agradecimiento personal por todas las oportunidades que tuve de abrevar de su inteligencia, capacidad, talento, bonhomía, y también de la sencillez que siempre lo caracterizó. Este artículo es, pues, un sentido y desde mi óptica, un muy merecido reconocimiento a un estadista mexicano, en toda la extensión de la palabra, y a un panista ejemplar: don Luis H. Álvarez.
Hablar de don Luis es hablar de la lucha del Partido Acción Nacional por la democratización de México; es hablar de lo mejor que tiene el panismo: inteligencia, voluntad, congruencia, convicción, honestidad y, sobre todo, una fe inquebrantable en el porvenir de México. En los años más oscuros del autoritarismo, don Luis fue una voz que resonó en todo México para defender la libertad política de los mexicanos. Lo hizo recorriendo largas distancias con su “Caravana por la Democracia” desde Chihuahua hasta Querétaro; lo hizo ayunando durante 41 días en el Parque Lerdo de la ciudad de Chihuahua, en protesta por el fraude electoral que se gestaba en contra de los chihuahuenses; lo hizo en cada mitin, en cada plaza, en cada lugar en el que sus palabras, sus ideas y su autoridad moral se fueron abriendo camino.
Como senador, se le recuerda con especial admiración, porque tuvo la enorme responsabilidad de presidir la Comisión para la Concordia y la Pacificación en Chiapas, luego del alzamiento zapatista de 1994. Ahí, don Luis demostró que, por encima de ideologías y partidos, su compromiso siempre estuvo con las mejores causas de México. Como buen humanista, tuvo la sensibilidad y la generosidad para escuchar todas las voces y encontrar soluciones consensuadas a problemas sumamente complejos.
En su última responsabilidad pública pudimos ver a don Luis como un incansable defensor de los derechos de los pueblos indígenas y de otros grupos vulnerables. En el año 2010, en la ceremonia en que el Senado de la República le otorgó la medalla Belisario Domínguez, don Luis dedicó buena parte de su discurso a las comunidades indígenas y a otros grupos vulnerables y señaló con gran razón que: “No podemos estar satisfechos de nuestra incipiente democracia mientras persistan las graves desigualdades todavía existentes. Nuestra democracia sólo se consolidará en la medida que avancemos en erradicar la discriminación y la exclusión que aún padecen pueblos y comunidades indígenas, los diferentes grupos vulnerables y en general aquellos sectores alejados de las oportunidades de desarrollo”.
Don Luis entendió, como ningún otro, que la política no podía ser reducida sólo al terreno electoral, que el futuro de México no cabía en una elección, que la construcción de un México mejor no era cosa de un solo día, que había que dialogar con todos, partidos y gobierno, que el diálogo y los acuerdos son el mecanismo privilegiado para lograr las transformaciones, tomó riesgos y contribuyó como nadie a que nuestro país se abriera a la democracia.
La democracia que hoy tenemos es resultado de un largo camino de cambios que han costado vidas, tiempo y múltiples esfuerzos. Si hacemos un balance de lo que como país hemos avanzado en la consolidación de nuestra democracia, necesariamente estará presente la destacada y honesta participación de don Luis, su nombre y su lucha incansable, así como sus logros, estrechamente asociados al movimiento democratizador de México. Descanse en paz, bien lo merece.
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