Distintas percepciones

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Viendo las cifras que periódicamente ofrece el INEGI, no encuentro razones para el optimismo en los altos niveles de gobierno.

El gobierno no es la solución, el gobierno es el problema.
Ronald Reagan.

México vive un contraste esquizofrénico: desde el gobierno se presumen reformas estructurales que nos están cambiando; desde la ciudadanía hay cada vez mayor desaliento, irritación y falta de confianza. Se habla de doce reformas y que estamos mejorando en diversos rubros. Sin embargo, la percepción ciudadana es totalmente contraria. En la desigualdad, en la pobreza, en la competitividad y en la productividad no se observan avances.

Podríamos ser optimistas en el sector de las telecomunicaciones y en el de la energía. En ambos, la tarea del Estado es quitar prohibiciones, romper candados para detonar la competencia y estimular las inversiones. En otras palabras, la tarea principal recae en la iniciativa privada. Por el contrario, hay tres reformas que corresponden al sector público: la de seguridad, vinculada estrechamente con la penal, la del Estado y la educativa. Es evidente el incremento de la criminalidad y no se aprecian avances en el fortalecimiento del Estado de derecho. La reforma del aparato judicial para transitar a los juicios orales camina con lentitud en los estados. Tal vez el más notable avance de la Reforma Educativa consista en evidenciar los inmensos obstáculos a vencer para mejorar la educación de las nuevas generaciones.

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Quiero referirme de manera específica a la Reforma Política. El malestar ciudadano radica en que, si bien ha habido alternancia, se sigue haciendo la misma vieja política. Hace muchas décadas, el teórico inicial de la Reforma Política, Jesús Reyes Heroles, decía: “La oposición es natural y se apoya en sí misma, o carece de sentido y se convierte en parodia. Como no queremos parodia, sino auténtica oposición, no haremos nada para fomentarla”. El apoyo que hoy se da desde el poder público al PVEM y al Panal es, por sí mismo, el reflejo más burdo de nuestra degradación ética. Inclusive se llega al extremo de que el Presidente de la República presuma su ascendencia en estas instituciones. El costo del proceso electoral es descomunal frente a las necesidades nacionales. El colmo es la cantidad de impugnaciones, producto de los vicios de todo el proceso y la dañina judicialización de la política.

 

Dice Luis Carlos Ugalde: “Tan malo es un sistema de partido hegemónico como un sistema pulverizado de partidos”. Desafortunadamente, estamos incurriendo en lo segundo. El debilitamiento de los partidos mayoritarios no nos llevará a una mejor democracia ni a una sólida gobernabilidad.

 

Volviendo al precursor de nuestra reforma política, evoco el título de uno de sus memorables discursos: “Avanzamos en la democracia perfeccionándola o retrocedemos”. La agenda de la próxima legislatura ya no será tan ambiciosa como la actual, pero su tarea no es menor: corregir, asumir con valor lo que evidentemente no está funcionando. La Reforma Política ha fracasado, es preciso decirlo con todas sus letras. La culpa es de todos porque el desarrollo político tiene dos fines: mejorar al Estado y mejorar a la nación. El primero al servicio de la segunda y la nación fortalecida con una ciudadanía responsable.

 

En resumen, viendo las cifras que periódicamente ofrece el INEGI, no encuentro razones para el optimismo en los altos niveles de gobierno. Estas condiciones no son las mejores para el proceso electoral de 2018. Son muchos los ingredientes disruptivos rondando en el ambiente como para pensar que con el tiempo y sin cambios mejore la gobernabilidad.

 

Las ocasiones son fugaces. Más vale afrontar el porvenir con todas las precauciones que recomienda una sana política previsora.


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