Democracia desfigurada

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En los retratos de Francis Bacon el cuerpo se descompone hasta hacerse irreconocible. La piel de sus personajes no envuelve. La carne pierde firmeza y se escurre. El color disuelve el rostro; el fondo de la tela se cuela en la epidermis. Los músculos se contorsionan y se distorsionan. El cuerpo humano se pierde: invadido y desparramado, resulta indiscernible de las cosas y las bestias. ¿Ese hombre sentado es un Papa o es un alarido? ¿Esa boca es humana o de monstruo? En sus trípticos, las imágenes son igualmente elusivas: las caras y las piernas se borran en el óleo.

En los retratos de Francis Bacon el cuerpo se descompone hasta hacerse irreconocible. La piel de sus personajes no envuelve. La carne pierde firmeza y se escurre. El color disuelve el rostro; el fondo de la tela se cuela en la epidermis. Los músculos se contorsionan y se distorsionan. El cuerpo humano se pierde: invadido y desparramado, resulta indiscernible de las cosas y las bestias. ¿Ese hombre sentado es un Papa o es un alarido? ¿Esa boca es humana o de monstruo? En sus trípticos, las imágenes son igualmente elusivas: las caras y las piernas se borran en el óleo.

Este arte de la desfiguración podría ser una pista para ver la deformidad de nuestra política. Un régimen cuyas formas son cada vez menos reconocibles como democráticas. Una democracia sin tono, flácida y deforme. Cada una de las columnas que la sostiene se ha ido carcomiendo. Poco a poco, las piezas del equilibrio se han distorsionado a tal punto que se confunden en un mismo interés. Un pluralismo lastimado. Eso era retratar para Bacon: lastimar. Herir con el pincel a otro. Trastocar la imagen al punto de agredirla. Por eso le resultaba tan difícil a Bacon trabajar frente a sus modelos. Fascinado por la figura humana, el pintor necesitaba distancia. Se apoyaba en fotos, postales, libros, no en personas que posaran en su estudio durante horas. No me gustaría que notaran cómo los hiero, dijo alguna vez. Prefiero practicar el maltrato a solas. Brochazos que son asaltos. Arte que es embestida al cuerpo.

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Eso ha sido nuestra política en los últimos años. Una política que arremete contra sus fundamentos: los principios del equilibrio y el sentido de la representación. Una política que ha pervertido los órganos de la neutralidad convirtiéndolos en sucursales del poder. Cuando se requiere debate, examen severo, ponderación y exigencia, hay indolencia y mutismo. El espectáculo de la semana pasada es revelador. Teniendo a su cargo la conformación del órgano cúspide del Estado mexicano, el Senado cumple el trámite sin examinar con rigor a quien se propone para ocupar posición en la supremacía. Al comparecer el candidato del Presidente, un senador de oposición tomó la palabra para decir que no tenía nada que preguntarle al propuesto. Un integrante de la Comisión de Justicia, presentándose como espectador de un juego donde había de ser protagonista. Corrupción elemental de funciones: el agente reducido voluntariamente a observador. Nada preguntó sobre el pasado del pretendiente; nada sobre sus ideas, nada sobre su noción de la ley y su extraño sentido de la responsabilidad. Nada: el senador tomó el micrófono para avisar que callaría.

El equilibrio democrático es exigente. Requiere de un empeño de confrontación razonable que la democracia mexicana perdió. Para que la bicicleta se mantenga en pie, gobierno y oposición han de pedalear… en sentido contrario. Si uno de ellos se cansa, la bicicleta se cae. Eso nos ha pasado. Carecemos de oposiciones que actúen como tales, no tenemos partidos que ejerzan la responsabilidad de insertar la desconfianza en el proceso institucional. Entiendo, por supuesto, que existe también un deber de cooperar, pero la democracia se deforma cuando en las oposiciones hay credulidad e indolencia. Cuando la cooperación se vuelve connivencia. Lo que digo es que en democracia es indispensable el diálogo entre el impulso y la reserva.

Las tareas elementales de la democracia se pervierten. Los partidos olvidan sus responsabilidades, las instituciones se desnaturalizan. Los órganos del Estado se deforman al alojar principios ajenos a su propósito. Las normas esculpen un ideal que es de inmediato pervertido en el tráfico de los intereses. Se diseñan grandes empaques de autoridad que se llenan con parcialidad e inexperiencia. Se nos dice que tendremos una Fiscalía para asentar una confiable neutralidad en la persecución de los delitos. Se inaugura traicionando de inmediato su sentido al colocarse, en su antesala, el partidismo. Más grave es el golpe que se le ha dado al máximo tribunal del país. La Suprema Corte de Justicia había ido construyendo dignidad e independencia en sus debates y resoluciones. Lo había hecho transformando el perfil de sus ministros. No es que sean ángeles de la imparcialidad pero han sido, desde hace unos lustros, abogados que pueden asentar una racionalidad judicial desde la independencia y la respetabilidad. El retroceso de la semana pasada es muy serio. La coalición gobernante ha decidido imponer un capricho y retroceder el reloj para ofrecer jubilación al amigo de muchos.

La politóloga italiana Nadia Urbinati ha publicado un libro recientemente que ofrece nombre a nuestra condición: una democracia desfigurada.>

Este arte de la desfiguración podría ser una pista para ver la deformidad de nuestra política. Un régimen cuyas formas son cada vez menos reconocibles como democráticas. Una democracia sin tono, flácida y deforme. Cada una de las columnas que la sostiene se ha ido carcomiendo. Poco a poco, las piezas del equilibrio se han distorsionado a tal punto que se confunden en un mismo interés. Un pluralismo lastimado. Eso era retratar para Bacon: lastimar. Herir con el pincel a otro. Trastocar la imagen al punto de agredirla. Por eso le resultaba tan difícil a Bacon trabajar frente a sus modelos. Fascinado por la figura humana, el pintor necesitaba distancia. Se apoyaba en fotos, postales, libros, no en personas que posaran en su estudio durante horas. No me gustaría que notaran cómo los hiero, dijo alguna vez. Prefiero practicar el maltrato a solas. Brochazos que son asaltos. Arte que es embestida al cuerpo.

Eso ha sido nuestra política en los últimos años. Una política que arremete contra sus fundamentos: los principios del equilibrio y el sentido de la representación. Una política que ha pervertido los órganos de la neutralidad convirtiéndolos en sucursales del poder. Cuando se requiere debate, examen severo, ponderación y exigencia, hay indolencia y mutismo. El espectáculo de la semana pasada es revelador. Teniendo a su cargo la conformación del órgano cúspide del Estado mexicano, el Senado cumple el trámite sin examinar con rigor a quien se propone para ocupar posición en la supremacía. Al comparecer el candidato del Presidente, un senador de oposición tomó la palabra para decir que no tenía nada que preguntarle al propuesto. Un integrante de la Comisión de Justicia, presentándose como espectador de un juego donde había de ser protagonista. Corrupción elemental de funciones: el agente reducido voluntariamente a observador. Nada preguntó sobre el pasado del pretendiente; nada sobre sus ideas, nada sobre su noción de la ley y su extraño sentido de la responsabilidad. Nada: el senador tomó el micrófono para avisar que callaría.

El equilibrio democrático es exigente. Requiere de un empeño de confrontación razonable que la democracia mexicana perdió. Para que la bicicleta se mantenga en pie, gobierno y oposición han de pedalear… en sentido contrario. Si uno de ellos se cansa, la bicicleta se cae. Eso nos ha pasado. Carecemos de oposiciones que actúen como tales, no tenemos partidos que ejerzan la responsabilidad de insertar la desconfianza en el proceso institucional. Entiendo, por supuesto, que existe también un deber de cooperar, pero la democracia se deforma cuando en las oposiciones hay credulidad e indolencia. Cuando la cooperación se vuelve connivencia. Lo que digo es que en democracia es indispensable el diálogo entre el impulso y la reserva.

Las tareas elementales de la democracia se pervierten. Los partidos olvidan sus responsabilidades, las instituciones se desnaturalizan. Los órganos del Estado se deforman al alojar principios ajenos a su propósito. Las normas esculpen un ideal que es de inmediato pervertido en el tráfico de los intereses. Se diseñan grandes empaques de autoridad que se llenan con parcialidad e inexperiencia. Se nos dice que tendremos una Fiscalía para asentar una confiable neutralidad en la persecución de los delitos. Se inaugura traicionando de inmediato su sentido al colocarse, en su antesala, el partidismo. Más grave es el golpe que se le ha dado al máximo tribunal del país. La Suprema Corte de Justicia había ido construyendo dignidad e independencia en sus debates y resoluciones. Lo había hecho transformando el perfil de sus ministros. No es que sean ángeles de la imparcialidad pero han sido, desde hace unos lustros, abogados que pueden asentar una racionalidad judicial desde la independencia y la respetabilidad. El retroceso de la semana pasada es muy serio. La coalición gobernante ha decidido imponer un capricho y retroceder el reloj para ofrecer jubilación al amigo de muchos.

La politóloga italiana Nadia Urbinati ha publicado un libro recientemente que ofrece nombre a nuestra condición: una democracia desfigurada.


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