Cuando apenas se está encariñando el pueblo…

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El buen humor ayuda a soportarnos entre políticos, sobre todo cuando comentamos temas relacionados con tan noble y desprestigiada actividad. Con ese talante le comentaré a usted, en esta señera e imprescindible columna, lo que respondo al bondadoso desconocido que me encara en la vía pública pidiéndome que busque nuevamente ser presidente de México. Tajante respondo que NO; pero dejo una posibilidad que jamás se materializará, pero evita que el frustrado ciudadano caiga en depresión fatal. Le digo que aceptaré la honrosa cruzada cuando la Constitución ordene que los cargos públicos sean vitalicios. Ante el azoro del inocente parroquiano por lo que de momento parece locura petulante, lo convenzo de manera irrebatible: no debemos permitir que cuando el pueblo apenas se está encariñando con su alcalde, diputado, senador o presidente, por tantos beneficios que de ellos recibimos, una ley perversa los prive de su mandato, “porque ya concluyó el tiempo de su encargo”, y ordene celebrar nuevas y costosas elecciones, que harán renacer odios, esperanzas y finalmente frustraciones. Pero si nuestros patricios no aceptan la perpetuidad que el pueblo amorosamente les daría —aunque muchos la disfrutan saltando de liana en liana— ojalá encuentren una fórmula que evite el derroche de tiempo y dinero que imponen los constantes procesos electorales, sus muchos litigios, las precampañas y campañas con escasas propuestas, pero saturadas de promesas e injurias spotizadas.

Sin embargo, en la búsqueda del poder y su ejercicio, no todo es bailar y cantar. Se viven con frecuencia sensaciones y efectos similares a los que produce el uso de las drogas prohibidas por la ley. Estímulos, fantasías, sueños, placeres y adicciones, así como dolor, traición, desengaño, embrutecimiento, locura —y en algunos casos la muerte— tienen cierto paralelismo en ambos mundos.

Y si la política debe asumirse como una actividad generosa, ¿cómo impedir que el ejercicio del poder nos haga adictos a él, con todas las depravaciones que tal enfermedad produce?

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No hay recetas mágicas, pero la historia nos enseña que la mejor manera de evitar esa dependencia patológica, que tanto ha degradado a tantos, es sencilla: no quedar sujetos, económica ni socialmente, a lo que el trabajo político puede lícitamente proveernos. No sugiero que solo los adinerados se ocupen de las cuestiones del Estado, sino que se exija a los aspirantes acreditar modo honesto de vivir —como prescribe la ley— para poder superar los vaivenes, azares, caprichos y traiciones que siempre se han dado, y se darán, en la lucha por el poder. Nuestros primeros legisladores se mantenían de sus respectivos oficios y profesiones, antes, durante y después de su desempeño. La profesionalización de la política ha sido arma de dos filos: produce mejor desempeño de unos pocos, pero hace que proliferen los “mil usos” saltarines, ineptos, costosos y sinvergüenzas.

Si usted tiene una fórmula mejor, promuévala. Es urgente.


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