Agresividad y violencia en lugar de negociación y consenso

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La presidencia de Gerardo Fernández Noroña en el Senado deja una lección clara: el uso de la agresividad, la violencia verbal y el enfrentamiento sigue siendo rentable para muchos políticos. Esta es una práctica que se aleja de la concepción de servicio público y se acerca más a una visión patrimonialista y egoísta de la política, que tanto rechaza la ciudadanía.

Los datos del analista Juan Ortiz en EmeEquis son contundentes: en su primer año como senador, Noroña solo presentó tres iniciativas. A lo largo de diez años como legislador federal, apenas acumuló 17 propuestas. «La mayoría fueron desechadas y solo una fue aprobada. En un Congreso donde la política legislativa se mide en capacidad de negociación y construcción, Noroña quedó reprobado».

El ahora expresidente del Senado será recordado más por sus confrontaciones, provocaciones y exabruptos que por un trabajo legislativo efectivo. Esto nos obliga a preguntarnos por qué continuamos tolerando políticos que priorizan un discurso lleno de descalificaciones y agresividad sobre el diálogo y la búsqueda de consensos.

 

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La estrategia de la viralidad

El discurso agresivo de legisladores y gobernantes, aunque contrario al espíritu conciliador de la política, es una estrategia calculada. Busca captar la atención mediática, ya que las declaraciones polémicas generan titulares y se vuelven virales, aumentando la visibilidad del político. Además, este comportamiento refuerza la lealtad de sus bases al polarizar el debate, creando una narrativa de «nosotros contra ellos» que fortalece la identidad de sus seguidores, una táctica muy común en la actual administración.

Este enfoque también desvía la atención de problemas estructurales o críticas a su gestión, centrando el foco en conflictos personales. Al atacar a sus adversarios, los políticos no solo los descalifican, sino que movilizan a sus bases electorales, apelando a las emociones en lugar de a la racionalidad. El lenguaje agresivo genera un sentimiento de pertenencia y lealtad, solidificando la identidad de un grupo al definir a un enemigo común.

Además, un discurso confrontacional permite al político proyectar la imagen de un líder fuerte y decidido, dispuesto a luchar por los intereses de «su gente» frente a la amenaza de «los otros». En un entorno de información fragmentada y rápida, los mensajes agresivos son eficientes porque son simples y memorables, lo que facilita su difusión y la fidelización de un electorado que se siente representado y validado en su frustración.

Sin embargo, esta táctica conlleva riesgos: puede alejar a los votantes moderados y fomentar un clima de división social. A corto plazo, el discurso agresivo otorga relevancia y poder mediático; a largo plazo, puede erosionar la credibilidad y la confianza en las instituciones. En un entorno donde la atención es un recurso escaso, la agresividad se convierte en una herramienta para destacar, aunque a costa de la calidad del diálogo público.


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