La joven llegó al cielo. San Pedro le preguntó si quería quedarse ahí. Ella respondió: no tengo elementos para optar. El viejo le dijo: te voy a mandar 24 horas al infierno y 24 al cielo, para que decidas.
En el infierno halló jardines preciosos y una maravillosa convivencia entre amigos, fiestas y placeres. En el cielo la pusieron sobre una nube a escuchar cantos gregorianos y a tocar un arpa. Obviamente decidió vivir en el infierno, pero a su regreso halló un desierto en llamas, pestilente y con cuerpos atormentados. Reclamó al diablo la tragedia que eternamente padecería, y éste le respondió: es que antier todavía estábamos en campaña.
Pues, señoras y señores, en México también terminaron las campañas, desaparecieron los candidatos amables, sensibles, cargados de
promesas y saludadores. Tendremos miles de nuevos funcionarios, pero los pronósticos, en general, no son halagüeños. Parece que poco cambiará la realidad.
¿Por qué? Porque la democracia requiere de un pueblo de demócratas.
Las buenas leyes electorales y las autoridades encargadas de organizar, conducir y calificar los comicios solamente coadyuvan a la legalidad, transparencia y certidumbre en la conformación de los órganos de gobierno, pero la democracia entendida como “una segunda naturaleza humana” —Octavio Paz dixit— exige de ciudadanos con educación ética y compromiso social.
Mientras esas virtudes no florezcan en la comunidad seguiremos arando en el proceloso mar de las pasiones individuales y de pandillas.
Queremos resolver todo con democracia política, lo cual es absurdo, pero no estamos dispuestos a ser demócratas, ni a vivir las consecuencias de la verdadera democracia.
Padecemos un binomio perverso: de un lado, la llamada “clase política”, en la que abundan —no hago tabla rasa— la mentira, la rapiña y todas las formas de deshonor; del otro, una mayoría de ciudadanos que se conforman con descalificar a los políticos, y que, con frecuencia, se acercan a ellos, les perdonan todo y les aplauden en busca de prebendas personales.
En ello no hay diferencia entre ricos y pobres, cada cual vive sus propios egoísmos, y así nos va… Desde el poderoso, “educado y culto”, que subrepticiamente aporta dinero a campañas electorales, en función de lo que favorezca o dañe sus intereses, hasta el indio chichimeca que encara al presidente del INE para que le dé diputados, o no le permitirá elecciones. No tienen el mismo grado de culpabilidad ambas conductas, pero reflejan el mosaico cromático de perversidades; sin olvidar los dineros y sicarios al servicio de criminales que en muchas partes imponen candidatos, funcionarios y brutalidad.
Escribo esto un día antes de las elecciones y solo puedo vaticinar que unos gritarán ¡fiesta cívica! y, otros, ¡nos robaron!; pero todos debemos dar por terminada la campaña —que cualquier disputa la resuelvan los tribunales conforme a la ley— y decidirnos a vivir con honestidad, legalidad y patriotismo, para ser demócratas y vivir efectivamente en democracia.
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