Somos rehenes de los aparatos

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Con la mecanización de los sistemas se reduce el personal antes requerido para atender al ciudadano.

La lentitud burocrática se hermana con la robotización de los servicios para arrastrar al país a bajos niveles internacionales de eficiencia y consecuente pérdida de prestigio internacional. Las gestiones más sencillas tardan un tiempo exagerado en resolverse, sin que nadie pueda romper el grillete de la automatización de los sistemas blindados contra cualquier acceso no programado.

En todos los ámbitos se adolece de este mal: licencias, autorizaciones, contratos de cualquier tipo con el gobierno. Lograr que el Estado pague lo que debe a sus proveedores es otro calvario. La cuestión no sólo es del gobierno. Llenar solicitudes de cualquier naturaleza requiere una ilimitada paciencia y una inteligencia superior a los que inventaron los robóticos formularios diseñados para la comodidad de la autoridad, no del usuario. Un enjambre de claves, opciones a escoger, menús por resolver y botones por aprender, alejan y no acercan al ciudadano a lograr su meta. Desde luego que es imposible entrar en contacto con algún humano que pueda resolver una duda o ajustar la estudiada ceguera del programa hecho para obligarnos a transitar por una larga vereda de frustraciones.

Los sistemas automáticos son el gran aliado de la corrupción. La exactitud de los formatos y la exigencia de llenarlos precisamente conforme a sus esquemas hacen que ningún trámite pueda realizarse si por alguna razón los datos no cuadran exactamente en los espacios que el formato determina. No puede introducirse ninguna variante para atender un determinado caso. Lo que a todas luces requiere un ajuste simple no puede corregirse por la sencilla razón de que ni el más encumbrado funcionario tiene poder sobre el sistema, sellado contra todo cambio. La solución estará en valerse de un gestor, que se presenta, espontáneo, mediante estipendio, para lograr ya sin problemas el objetivo en cuestión.

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Otro asunto es la robotización de los teléfonos de las oficinas gubernamentales, que alejan al ciudadano común que quiera hablar con un funcionario. Atravesará el laberinto automático para acabar siendo tratado como un molesto intruso o quitatiempo. Si logra oír una voz humana en vez de una grabación, topará con la fría exigencia de un subalterno al que hay que explicar los pormenores del asunto que motiva la llamada al digno servidor público que, invariablemente estará en alguna junta, o quizás hasta en Los Pinos.

Las gestiones migratorias son otro ejemplo. La mayoría de los países remiten la expedición de visas a sistemas automáticos. Los funcionarios no pueden intervenir para tomar en cuenta alguna peculiaridad. El sistema que supuestamente facilita y acelera acaba siendo un invencible obstáculo.

La robotización de los sistemas gubernamentales o empresariales acentúa los males de la burocratización: la lentitud en los trámites, lo entreverado de requisitos que reducen a la indefensión al usuario. Con la mecanización de los sistemas se reduce el personal antes requerido para atender al ciudadano. También tiene el fin de impedir posibles desvíos delictivos de los empleados. Se supone que eliminar personal es el camino. Las más de las veces, empero, los sistemas y aparatos se dejan sin vigilancia ni monitoreo, anulada su finalidad, y en riesgo de ser averiados o maltratados.

Es una ironía que, queriendo acelerar y facilitar trámites, los formularios automatizados impidan la fluidez que sólo se logra con el trato directo, de humano a humano, que se requiere para inspirar y estimular el crecimiento social y económico del país. La deshumanización de los trámites incita a buscar vencerla mediante prácticas corruptas. Se calcula que el costo de la corrupción en México equivale al 10% del PIB. Transparencia Internacional nos coloca en el lugar 103 en una lista de 175 países.

La robotización de la burocracia no es sólo nuestra. El que se conozca en otros países no nos releva de la obligación de encontrar antídotos que devuelvan el ingrediente humano a la relación entre el ciudadano y el gobierno, entre el usuario y el prestador de servicios.


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