La democracia siempre es perfectible y lentamente va convenciendo a la ciudadanía de que es el menos malo de todos los sistemas.
Mi solidaridad con el maestro Juan de Dios Castro Lozano ante la injusticia
El Parlamento es la cima de las instituciones democráticas
José Ortega y Gasset
No se requiere ser muy acucioso o profundamente crítico para percibir el notable deterioro de nuestro Poder Legislativo, tanto federal como estatal, en las últimas legislaturas. Logró una conformación plural y mayor independencia del Ejecutivo, pero, paradójicamente, se malogró, no tan sólo su desempeño, sino también la ética parlamentaria. De un Congreso sumiso en el que se impuso la mayoría aplastante del partido oficial pasamos a las negociaciones pervertidas y a la ausencia de un debate digno de una democracia. Las bancadas de los partidos de oposición fueron mucho más íntegras luchando contra una maquinaria en la que no se distinguían gobierno y partido en el poder.
Desde el Ágora griega los órganos deliberativos han intentado racionalizar la más compleja de las actividades, la política; esto es, transitar de sus grandes pensadores y filósofos al diálogo y al entendimiento de los hombres públicos. Lo mismo puede decirse del Senado romano. El Parlamento moderno tiene un antecedente relevante, que se da en Inglaterra, el 15 de junio de 1215, cuando los lores y los comunes obligan a “Juan sin Tierra” a firmar la Carta Magna con el compromiso de rendir cuentas del dinero entregado vía contribuciones. Le llevó siglos a los ingleses mejorar esa institución. Tuve oportunidad de ver cómo los parlamentarios increpaban al Primer Ministro en su comparecencia semanal. A preguntas precisas, respuestas puntuales, sin evadir responsabilidades.
Se ha dicho que el Poder Judicial ve hacia el pasado, pues juzga hechos; el Ejecutivo ve el presente, al ejercer un presupuesto; el Legislativo mira al futuro, previendo y proponiendo soluciones. El gran constitucionalista Manuel Herrera y Lasso señalaba que las Cámaras son la caja de resonancia de la problemática nacional. El Congreso mexicano comenzó bien. La primera Legislatura corresponde al Constituyente 1856-57. Sus integrantes, como bien decía Daniel Cosío Villegas, parecían gigantes: Zarco, Ramírez, Prieto, Lafragua, Vallarta, Mata, Ocampo, Arriaga…
Las funciones del Congreso, desde el punto de vista de los estudiosos, son la de control (contrapeso y freno a los abusos del Ejecutivo), la legislativa y la de integración (definición de las políticas públicas, grandes acuerdos y, mediante el debate, transparentar la política).
El Diario de Debates da destellos de nuestra vida parlamentaria, inclusive en el porfiriato había hombres de letras y un hilo conductor entre intelectuales y diputados y senadores.
Los partidos políticos, hoy, tienen invertidos los valores para escoger a sus candidatos. El criterio no debe ser premiar o repartir un pastel o cumplir un compromiso, sino quién se acerca más al perfil requerido por el cargo.
Sé que peco de nostálgico. Tal vez la edad me hace añorar viejos tiempos. De ninguna manera propongo el regreso al pasado. Entiendo lo complejo que es construir una cultura para la democracia. El Poder Legislativo, además de las funciones señaladas, tiene ese deber, al ser los Congresos cuna de pensamiento político y de referentes éticos.
La democracia también propicia desencanto y desengaño, que no son malos en sí mismos, pues nos permiten generar un compromiso de corrección. Por eso la democracia siempre es perfectible y lentamente va convenciendo a la ciudadanía de que es el menos malo de todos los sistemas y que debe participar responsablemente para elegir a quienes puedan desempeñar un mejor trabajo en beneficio de la comunidad y también reclamar si fallan en el intento.
Si el ciudadano no analiza con todas las herramientas a su alcance a quien le está pidiendo su voto, pierde la posibilidad de hacer justicia. Y sin ésta, toda democracia fracasa.
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