De poco sirve que México sea más grande que sus tragedias y desafíos mientras la pobreza y la violencia vayan en aumento.
En materia de justicia y paz estamos fallando. Todos los días se perpetran secuestros, desapariciones y asesinatos brutales al amparo de la corrupción y la impunidad. La falta de solidaridad social está a la vista.
Al ser frecuentes los pleitos por plazas y rutas del narcotráfico, y los ajustes de cuentas entre facinerosos, no pocos ciudadanos consideran que las víctimas merecido lo tenían, porque ellas también dejaron a su paso una estela de muerte, y que las purgas algo benéfico acarrean.
El papa Francisco se refiere a los delincuentes como pobres criminales, pues eso son. Ciertamente su violencia merece castigo, pero si nadie nació para ultrajar, secuestrar o asesinar, tampoco alguien vino al mundo para ser víctima de esa barbarie, trátese de quien se trate. Corresponde a nuestra naturaleza entender y sentir que las agresiones a los derechos humanos y las muertes violentas van mutilando y matando al cuerpo social.
Si pensamos de otra manera, debemos reflexionar cómo anda nuestra escala de valores, y qué tan cerca estamos de ser, en el orden moral, piltrafas que poco difieren de quienes acusamos. El derecho —y la obligación— de las personas y la sociedad a la legítima defensa no debe confundirse con el desprecio por la ley y la justicia.
Cualquiera que no tenga podrida el alma debe estar estupefacto ante la masacre que segó las vidas de 49 pobres criminales en el penal de Topo Chico, en Monterrey. Tampoco ellos merecían ese final.
Peor aún, con frecuencia hay víctimas colaterales. Personas inocentes que estuvieron en el momento y lugar equivocados. Porque ninguna hora ni espacio son seguros. Transite por una calle o camino, se halle cultivando su parcela, acuda a un merendero, acepte la invitación de un amigo, huya como migrante, disfrute una fiesta, esté en la escuela o duerma en la cama de su casa, el levantón o la ráfaga pueden decidir cobardemente su muerte. El caso de los cinco jóvenes de Tierra Blanca, Veracruz, es un ejemplo más. Según se sabe, uno de ellos —cercano a un hampón— pasó por tres amigos y su novia de 16 años. Fueron levantados por policías —hoy presos— y entregados a una banda criminal. Los despojos de dos ya fueron identificados, y solamente acumulamos, como de rutina, otro inmenso dolor.
Pues toda esa violencia debe llevarnos a una doble tarea: por una parte, exigir de las autoridades que respeten y hagan respetar la ley; que, de verdad, provean lo conducente para mejorar las instituciones (personal, equipos, sistemas, instalaciones y leyes) dedicadas a prevenir, perseguir y sancionar los delitos; por la otra, que nuestra solidaridad sea auténtica —no de discurso, no de escaparate— para aliviar las carencias que a muchos impulsan a delinquir.
No basta con la indignación social por abusos e incompetencias de autoridades. Lo impostergable es que, a partir de ella, seamos capaces de cambiar la realidad.
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