Para salvarnos de la extinción

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Por mucho tiempo se ha cuestionado el liderazgo real de los jefes de Estado y de gobierno, en la transición obligada que las naciones tienen que dar hacia el crecimiento sustentable, con el objetivo de mitigar las causas del cambio climático. Fenómeno que impone una amenaza creciente, no sólo al bienestar presente de regiones y comunidades ubicadas en las más diversas latitudes, sino a la viabilidad misma de la humanidad.

El cuestionamiento es legítimo. En términos generales, los últimos treinta años han estado marcados tanto por cumbres como por discursos políticos desbordados de buena voluntad para atender las causas del calentamiento global, pero, en contraste, las emisiones de dióxido de carbono han seguido en constante aumento. Sus efectos, a la vista de todos, son devastadores y la Organización de las Naciones Unidas ofreció ayer una panorámica que los deja ver con toda contundencia.

En la sesión inaugural de la COP26, el secretario general, António Guterres, subrayó que, en la última década, más de cuatro mil millones de personas se han visto impactadas por hechos vinculados con el cambio climático, además de que en tres décadas se duplicó el nivel del océano. Junto a estos graves efectos, no olvidemos el máximo histórico alcanzado en las emisiones de gases de efecto invernadero, reportado el año pasado por el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente. Un indicador nada optimista si consideramos que cuatro años atrás se selló el “compromiso” multilateral del Acuerdo de París, el cual supuestamente aceleraría el cambio de comportamientos e inercias nacionales en materia de medio ambiente.

La evidencia recolectada por especialistas reafirma la incongruencia entre el discurso político y las metas climáticas planteadas para asegurar que el calentamiento global se mantenga en el rango acordado en el Acuerdo de París. Así lo comprueba The Climate Action Tracker, un análisis científico realizado de manera independiente, que compara las tendencias de las acciones climáticas gubernamentales con los objetivos establecidos en dicho acuerdo.

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El estudio demuestra que, aun si los cuatro mayores emisores de dióxido de carbono del mundo —China, Estados Unidos, la Unión Europea e India— cumplieran con la reducción prometida por ellos mismos, las condiciones favorables a un calentamiento global por encima de los 1.5 grados centígrados seguirían vigentes. ¿Peor aún? La tendencia proyectada de sus emisiones en los siguientes nueve años, de cara a 2030, amenaza con ensanchar aún más la brecha con el nivel requerido para cumplir con los objetivos del Acuerdo de París.

Por eso, la preocupación persiste al no haber políticas nacionales que sustenten perspectivas más alentadoras. Prueba de ello son los obstáculos que el presidente de Estados Unidos ha encontrado en el Congreso para conseguir la aprobación de su paquete económico y ambiental. Resistencias que, por cierto, no sólo surgen de la oposición republicana, sino de los legisladores progresistas del propio Partido Demócrata. Ni qué decir, además, de la postergación de llegar a la neutralidad de carbono comprometida, hechas por China e India.

En el caso de México, es por demás explícito, pues mientras nuestra cancillería suscribe acuerdos para mitigar el cambio climático en el G20, en los hechos, la reforma eléctrica planteada detuvo casi 3 mil millones de dólares en inversiones que impulsarían la transición verde en el sector, sumada a la incertidumbre generada durante meses de embate a las renovables.

En un mundo pospresidencia de Donald Trump —en el que se reconoce el valor de la inercia diplomática como un espacio que puede dar lugar a nuevas acciones, sobre el de la incertidumbre que provoca el abandono total del compromiso climático—, resulta cuando menos alentador que las principales economías reunidas en el G20 se encuentren en total sintonía con las metas planteadas para la COP26.

Entre ellas las de: reafirmar esfuerzos con el fin de limitar el calentamiento global por debajo de los dos grados centígrados; establecer una bolsa de cien mil millones de dólares por año para financiar las necesidades de países en desarrollo; así como abandonar subsidios a los combustibles fósiles y la generación de energía a partir de carbón, entre otros objetivos coincidentes.

Y en estos compromisos salta de nuevo la pregunta: ¿quién acompaña los acuerdos de los jefes de gobierno? ¿Tenemos congresos dispuestos a garantizar normatividades para desplegar acciones efectivas? Porque para salvarnos de la extinción necesitamos mucho más que buenos discursos y fotografías de empatía entre actores políticos.


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